
Jesús Ferrero
Para percibir en nuestro rostro una continuidad y una identidad, nos miramos en el espejo todos los días.
Esa acción, más bien involuntaria, es nuestra guía de bitácora en la navegación continua por nuestro propio ser.
Imaginemos lo que pasaría si, por las razones que fueran, no pudiéramos mirarnos en ningún espejo durante años…
¿Nos reconoceríamos? No enseguida. Para reconocernos, tendríamos que hacer un vertiginoso ejercicio de memoria.
Todo lo anterior sirve para indicar lo importante que es mirarse y mirar. Si nos atribuimos una cara, si la necesitamos para configurar el imaginario de nuestra identidad, estamos obligados a atribuirle una cara también al otro, pues de no ser así, nos quedaríamos sin los ojos que nos miran y nos diferencian.
El otro puede ser y es nuestro espejo. ¿Tramposo? Sí, pero no menos que el espejo de nuestra casa, si bien de diferente manera.
La vida es una danza de conciencias, de reflejos, de cuerpos y de espejos. Y es bueno que así sea. Sin esa danza nuestras vidas solo serían maniobras en la oscuridad.