Joana Bonet
El mundo es una gran peluquería. Bien podríamos recorrerlo de norte a sur, a través de estos establecimientos, con el fin de husmear su capilaridad social. Desde las paredes desconchadas de color pastel donde revolotean inmensos rulos caribeños, hasta los locales bulliciosos en Chicago o Nairobi en que se practican laboriosos desrizados o los templos minimalistas de Avenue Montaigne, las mujeres se observan a sí mismas en un ritual inexcusable que alberga el deseo de ser percibida. Lo cuenta bien Nancy Houston en su último libro, Reflejos en el ojo de un hombre, al confesar que ha necesitado mucho tiempo para admitir que las mujeres alimentan el deseo de ser miradas.
En las peluquerías se respira intimidad, de la misma forma que la laca te hace estornudar. Un lugar donde se escenifica el sentimiento de desdoblamiento femenino: el sentirse a la vez observadora y observada. No es casual que en muchos países del Sudeste Asiático, con una silla y un espejo, se improvise una barbería en la calle, mientras que en su versión femenina debe de tener, como mínimo, tres paredes. Tampoco lo es que desde el estado de opinión se haya popularizado un calificativo que vale para todo, aunque básicamente para subrayar lo superficial: revistas “de peluquería”, conversaciones “de peluquería”…
La relación entre pelo y libertad ha sido glosada desde antiguo. Por ello, ante la globalización de la política sexual, en muchos países, género y sexo se han convertido en principales indicadores sociales del estado en nombre del honor. La ola de violaciones que en pleno siglo XXI recorre el globo, de México a India, del Sudeste Asiático al mundo árabe o América Central, significa ante todo un arma cargada de honor contra el enemigo. Se toma a la fuerza el cuerpo de las mujeres, en una vejación extraordinariamente perversa de la individualidad, para dañar al adversario. Y ciertamente se yuxtaponen dos realidades: la de la conquista y afirmación de la identidad propia de una civilización moderna, y los vestigios aún inquebrantables de una sociedad patriarcal que, entre otras cosas, atribuye al pelo de las mujeres una descomunal simbología, y es capaz de legislar un yo sin cuerpo.
No me refiero sólo a ese velo que muchas mujeres islámicas aseguran llevar libremente porque les procura integridad, seguridad y protección. Ni, en el otro extremo, a la avalancha de queratinas, alisados y tintes vegetales. En Occidente, el pelo lleva asociados otros significados, ni punitivos ni escandalosos, sino propios del dilema interno entre la búsqueda y la autorrepresentación, pero que a veces resultan una auténtica colección de desencuentros con uno mismo. Por eso, para conocer bien un país es recomendable pisar una de sus peluquerías donde se oye el rumor de fondo de la sociedad panza arriba, pero también donde mujeres, y hombres, van a lavar, a cortar y a peinar su yo.
(La Vanguardia)