La última novela de Kazuo Ishiguro, Nunca me abandones, transcurre en un mundo que produce niños en laboratorios con el único fin de usar sus órganos para reciclar a personas genéticamente compatibles. Estos niños sin padres son mantenidos aislados y se les prepara para ir donando progresivamente su cuerpo a los organismos de seres humanos a los que no conocen. Pues bien, ese mundo aterrador ya no es ciencia ficción: ahora es real.
La Comisión Nacional de Reproducción Asistida de España ha dado luz verde por primera vez a tres diagnósticos preimplantacionales. Es decir, que las familias de tres niñas con graves enfermedades de la sangre –anemia de Fanconi y beta-talasemia- podrán fecundar in vitro a los portadores de sus órganos de repuesto.
Por supuesto, la situación es bastante menos sórdida y novelesca que en la novela de Ishiguro. Para empezar, siempre hay una familia. El procedimiento empieza con la búsqueda de un donante. Si no se consigue a nadie genéticamente compatible, se admite a trámite la solicitud para concebir un nuevo ser. Por supuesto, es necesario adjuntar toneladas de documentación, y no todas las solicitudes son aprobadas. Aunque la documentación esté, es posible que la comisión evaluadora mande a la familia a seguir buscando un donante, reúna o no las condiciones de compatibilidad.
En el caso que nos ocupa, la comisión desechó 21 solicitudes y admitió tres. Estas familias concebirán tres bebés probeta, cuyos embriones se someterán a diversos análisis para verificar que no padezcan la enfermedad de sus hermanas. Si están sanos, se les dejará crecer, y las células de sus cordones umbilicales servirán para los tratamientos médicos. Las notas de prensa no especifican qué pasará con los embriones que no sean aptos para el tratamiento. Presumiblemente, serán destruidos.
Éste es el punto en que la Iglesia y las asociaciones de defensa de la familia se oponen a la investigación con células madre. Para ellas, al producir y destruir embriones humanos a voluntad, la familia –su constitución, su fertilidad, incluso su salud- se deja en manos de la voluntad humana. El hombre usurpa el lugar de Dios, de decidir sobre la vida, la muerte y la naturaleza. Por supuesto, los defensores de la ciencia argumentan que las técnicas de selección genética salvan vidas, y que no hacerlo sería una irresponsabilidad.
La pregunta es: ¿qué pasará con los donantes, estos niños diseñados “a pedido”? ¿qué pasará si no tienen la enfermedad de la sangre pero tienen otra, por ejemplo? ¿es posible controlar todos los factores desde el embrión? Y si no lo es ¿quién se hará responsable? ¿los padres, los científicos, las máquinas? ¿y cómo saber todo eso si no se experimenta antes? Quizá, el apocalíptico mundo descrito por Ishiguro termine por ser más humano y producir menos sufrimiento que el nuestro.
El hombre lleva siglos “restándole competencias” a Dios. Cada invento: la luz eléctrica, el teléfono, la computadora, los viajes al espacio, extienden las posibilidades humanas y le roban terreno a lo trascendente. Ahora bien, el desarrollo de la ciencia no siempre ha estado acompañado de una ética igualmente desarrollada: un siglo de revolución industrial ha desembocado en el calentamiento global, y sin embargo, todo el mundo esconde la cabeza cuando se trata de detener las emisiones tóxicas. Personalmente, como agnóstico, no me preocupa que el hombre usurpe el lugar de Dios. El problema es cómo saber si está a la altura.