Grond XXX no parece un ser humano, y se esmera en no parecerlo. Aparte de su máscara roja de murciélago, lleva dientes de vampiro. Y sus zapatotes hacen que sus pies parezcan las garras de un oso. Por lo demás, eso resulta natural aquí. Todos los demás que suben al ring esta noche se visten de un modo similar y llevan nombres como Eclipse, Stuka, Mr Power o Metatron. Y todos tienen el mismo objetivo: reventarse a golpes.
La lucha libre mexicana es toda una institución nacida a imagen y semejanza de la norteamericana, pero a lo largo de setenta años ha ido desarrollando su propia cultura y simbología. Las máscaras de los luchadores, por ejemplo, a menudo incluyen referencias a la cultura nacional de la muerte, y algunos de sus usuarios han liderado procesiones religiosas y manifestaciones políticas de protesta. Pero la principal función de este arte es la catarsis. Entre el público que abarrota la Arena Coliseo de Guadalajara hay familias enteras, niños, señoras, abuelas, cada uno de ellos vociferando amenazas de muerte contra el peleador que peor les caiga. Un par de horas aquí es un curso acelerado de vocabulario popular mexicano:
-¡Parecen pepenadores, cabrón!
-¡No manches güey! ¡A poco eres una güerita!
Los luchadores y sus fans se reparten en dos equipos: los rudos y los técnicos. Los primeros no respetan ninguna regla. Dan golpes bajos, atacan tres a uno, insultan al árbitro. Los segundos acatan el orden establecido. Aunque uno de los suyos sea maltratado vilmente, no entran en el ring si no le corresponde, ni recurren a triquiñuelas, ni patean a sus rivales en el suelo. Los espectadores deciden de qué lado están: el orden o el caos, los buenos o los malos, los funcionarios o los guerrilleros.
Para un recién llegado, es difícil saber quién es quién. Especialmente en las peleas de tres contra tres, es tal el desorden que ambos bandos se confunden. Mientras la pelea oficial se desarrolla sobre el cuadrilátero, los demás se golpean entre las tribunas. Yo estoy sentado en la primera fila, y Blue Panther sale volando desde las cuerdas y tumba mi cerveza. Cuando quiero protestar, baja tras él Tarzan Boy y empieza a zurrarle la cara contra una de las butacas, para felicidad del público de las tres primeras filas, que lo aclama al grito de “¡silla, güey, silla!”.
Sólo entonces confirmo lo que venía sospechando. Los peleadores no se pegan de verdad. Mientras Tarzan Boy le da al respaldo de la silla con la nariz del otro enmascarado, no corre nada de sangre. De hecho, no ha corrido en todas las peleas de esta tarde. Las bofetadas son teatrales, de las que suenan y no duelen. Las patadas son cuidadosas. Las caídas son rodadas. No quiero minimizar el valor de los combatientes. Yo no me atrevería ni a subir al cuadrilátero. Algunos han muerto con una caída o calculando mal una patada. Pero ellos hacen todo lo posible por no lastimarse. Al fin y al cabo, son colegas.
Lo importante en la lucha libre es la acrobacia. El espectáculo son los saltos triples y los rebotes contra las cuerdas. Lo demás es escenificación: los árbitros gritan pero nadie les hace caso, los peleadores vuelan por los aires. Y a menudo, uno de ellos reta a otro a nueva pelea. Cuando los ánimos están caldeados, suelen apostarse la máscara. El rostro del perdedor será visible. Los peleadores sin máscara apuestan la cabellera, que si pierden se les corta ahí mismo, frente a la enardecida audiencia. Estos desafíos siempre se producen al calor de una contienda pero quedan para la semana siguiente, para enganchar a los espectadores, como el “continuará” de una teleserie.
Así, la lucha libre mexicana es la forma más refinada que he visto de teatro popular, una encarnación del enfrentamiento entre el bien y el mal, en la que el público puede participar con sus gritos y sus banderas, como un sano desahogo de la agresividad cotidiana. Dicen que se ha vuelto a poner de moda después de una temporada en el olvido, y no me extraña. En un país en el que la gente escupe fuego por las calles y hay dos gobiernos que se consideran legítimos al mismo tiempo, la lucha libre es la mejor alegoría de lo que ocurre a su alrededor.