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Malas bestias

Por 6 de noviembre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Cuando sea grande, quiero ser un mafioso de Scorsese. Tengo esa fantasía desde que vi Buenos muchachos. Recuerdo a Ray Liotta consiguiendo las mejores mesas en los restaurantes, ganando todo el dinero que puede gastar y también el que no, partiéndole la cara a culatazos al niño rico que se ha propasado con su novia, en suma, jugando al dueño del mundo. Recuerdo el final de su personaje: después de acogerse al programa de protección de testigos, vive en una casa prefabricada, lleva una bata de felpa barata y piensa que se ha convertido en un triste pendejo.

Después de esa película, salí del cine preguntándome si en algún lugar de Lima habría un grupo de italianos armados para pedirles un trabajo cuidando sus limosinas. Y ya que no lo había, me limité a ver más películas de Scorsese. Mi reacción siempre fue similar. Lo fue en Calles peligrosas: Harvey Keitel y Robert de Niro van por la vida pegándole a la gente y divirtiéndose. Genial. Y en Casino: Robert de Niro le pega a Sharon Stone y se forra de dinero ¿Puede un hombre pedir más?
Creo que sí, sí puede pedir más.

Puede pedir ser un mafioso, y además, ser Jack Nicholson.

Porque lo mejor de Infiltrados, la última película de Scorsese, es ver al viejo Nicholson con su risa de psicópata después de pegarle un tiro en la nuca a alguien. O con la camisa manchada de sangre tras la barra de un bar. O las frases, algunas de ellas realmente notables como: “en este trabajo, alguien siempre sale muerto. En mi caso, siempre es el otro”. O: “puedes ser mafioso o puedes ser policía, pero cuando estás frente al cañón de una pistola ¿cuál es la diferencia?”. Es un delirio de violencia y sangre verdaderamente delicioso.

Y es que, después de El aviador -su máximo esfuerzo por juntar a un protagónico que se luzca, una historia profundamente americana y un presupuesto elefantiásico-, parece que Scorsese ha terminado por admitir una verdad difícil pero aparentemente indestructible: NO le van a dar el Oscar. Nunca. Seguro que es injusto, quizá sea estúpido, probablemente haya razones personales de la Academia, yo que sé. El caso es que El aviador era horrenda y Scorsese ya no tiene ninguna necesidad de montar otro bodrio como ese para ganarse el favor de nadie. Ya que de todos modos no lo va a ganar, puede dedicarse a ser él mismo.

Y eso es precisamente lo que hace en Infiltrados. Seguramente no pasará a la historia por esta película, y quizá ni siquiera destaque en su filmografía, pero Scorsese se reencuentra aquí con el cine vigoroso, masculino y de nervio que lo deja a uno atornillado a la silla durante más de dos horas, como en Al límite o Gangs of New York: sus personajes son asesinos a sangre fría, pero también víctimas de un mundo que se mueve demasiado rápido para ellos, y del que podrán desaparecer en cualquier momento por la vía rápida. Son a la vez agentes de la violencia y prisioneros de ella.

En todo este mundo, claro, había que poner una mujer por alguna parte. Es como obligatorio en Hollywood. De modo que hay una historia de amor medio descolgada por ahí, un pequeño escupitajo de femineidad en una historia dominada por la testosterona (hasta el gatito Leonardo di Caprio parece un macho bruto, por una vez). Quizá esa historia sea la más floja de la película, pero no alcanza a eclipsar lo mejor de todo, lo inolvidable: Jack Nicholson regodeándose como dueño de cine porno, follador veterano y mala bestia en estado puro, el viejo Jack regalándonos el gusto de soñar con ese día, que nunca llegará, en el que podremos ser como él.

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