Vas a una entrevista de trabajo, y te dicen que van a probar un nuevo método de selección. Tú y cinco candidatos más se van a pasar la mañana ahí encerrados y se van a eliminar mutuamente, hasta que sólo quede uno. Es como el circo romano, pero las fieras llevan traje y corbata, y pinta de gente seria. Son bastante dóciles ante el domador, pero están dispuestas a matar a dentelladas a sus congéneres. Son a la vez conejillos de indias y leones.
Esa es la situación de partida de El método Grönholm, la exitosísima obra teatral del catalán Jordi Galcerán que lleva en cartel más de dos años y no tiene visos de irse, ni siquiera después de ser llevada al cine. ¿A qué se debe su éxito? Quizá a que todos los espectadores sienten que podrían estar en ese escenario, o que lo han estado ya.
El método Grönholm narra la crueldad en las relaciones laborales, y para eso se ambienta en una de sus facetas más inhumanas, como es la selección de personal. Los personajes encajan en los estereotipos habituales: el indeciso sin opinión propia, dispuesto a decirle al jefe lo que sea para agradar, el macho ibérico resuelto a imponerse sexualmente a sus competidores, el joven decidido a todo por escalar posiciones. Sólo uno sobrevivirá a las pruebas. Previsiblemente, será el que menos escrúpulos muestre ante los objetivos trazados.
¿Es una metáfora exagerada la de esta obra?
Ni tanto. Durante un tiempo, yo trabajé en una oficina. Mis compañeros entraban a trabajar a las nueve de la mañana y salían a las diez de la noche. Yo me negaba a pasar la vida ahí encerrado y salía a las seis o siete, lo cual se consideraba una señal de falta de compromiso y ociosidad. Yo defendía que la jornada de ocho horas era un derecho. Pero ellos ni siquiera se quejaban del exceso de trabajo o la explotación. Al contrario, se enorgullecían. Competían por ver quién trabajaba más:
-Yo me quedé el viernes hasta medianoche.
-¿Sí? Pues yo vine el sábado toda la tarde.
-¿Ah, sí? Pues yo pasé el domingo en la oficina. Y traje a mis hijos y a mi señora para que almorzaran acá.
Algunos chicos trataron de organizar a la gente en un sindicato, pero muchos otros tenían miedo de sufrir represalias del gerente. Decían:
-Hay miles de personas sin trabajo afuera. A la menor provocación me echan, y cubrirán mi puesto en cinco minutos.
En esa época, circulaba la especie de que “el país necesitaba trabajo duro” y eso era bueno para la economía. Pero era mentira, porque la economía necesitaba consumo. Y en ese momento, nadie consumía: los desempleados no tenían dinero y los empleados no tenían tiempo. De hecho, en esa época, el Perú llevaba diez años de flexibilización laboral y sufría una recesión feroz. Pero ahí estábamos todos, felices por tener trabajo, dispuestos a dejarnos explotar, orgullosos de hacerlo por nuestro país.
El método Grönholm habla del mundo de los recursos humanos, en que los trabajadores son cada vez más recursos y menos humanos. Es muy divertida, y te ríes y te emocionas. Pero luego sales con la sensación de que algo en tu vida está fatal. Supongo que cuando uno vive una mentira, las mentiras de la ficción se vuelven la realidad más confiable, y la más incómoda.