
Jesús Ferrero
Hay novelas que configuran una época y un espacio muy definidos y a la vez se proyectan en un ámbito que parece fuera del tiempo: El señor de las piedras es una de ellas. Ambientada en el período en el que vivieron y murieron los más singulares e inspirados poetas de la dinastía Tang, a través del tejido textual que va creando Federico Puigdevall, que tiene la transparencia de la seda y la misma naturaleza descriptiva, sugerente y vaporosa de la poesía que invoca y celebra, vamos accediendo a los trayectos, llenos de peripecias y de búsquedas del absoluto, que jalonaron las vidas de dos amigos poetas, Li Bai y Du Fu. Ambos dejaron una huella imborrable en el imaginario colectivo, pues lícito es considerarlos dos de los más grandes poetas que ha dado la humanidad, por su capacidad de figuración y ensoñación, por su ironía, por su sarcasmo, por la belleza de sus metáforas pero también por su capacidad narrativa y su genio para convertir los vaivenes y variaciones de la naturaleza en la imagen más envolvente y sugestiva de la vida en toda su grandeza y complejidad. Junto a ellos se van desplegando la época en la que vivieron, las intrigas políticas, las guerras, las destrucciones, las fugas, los vínculos de más de un centenar de personajes cuyas existencias van configurando el río narrativo, lleno de afluentes y de fuerzas que convergen y divergen siguiendo dialécticas binarias muy parecidas a las del Tao, filosofía que preside toda la novela.
A la vez que asistimos a la amistad inquebrantable que unió a Li Bai y a Du Fu, vamos accediendo a los momentos en los que fueron creando sus poemas, de forma que en esta narración, tan detallada y prolija como las novelas chinas del siglo XVIII (pensemos en A orillas del agua o Viaje al Oeste), pocas cosas quedan en el tintero. Como hacen los poetas chinos de la dinastía Tang, Federico Puigdevall tiende a observar a los personajes desde su misma exterioridad, para que sea el lector el que vaya adivinando la intimidad de sus almas a partir de los movimientos que observa en ellos y de los caminos, a veces tortuosos, en los que se van perdiendo sus destinos. Nos hallamos ante una novela que a la vez que se atiene a la historia, va creando su propio mundo, tan lírico como narrativo, en el que la aspiración a la eternidad se va topando continuamente con el “vaporoso sueño de la vida” y su trágica fugacidad, fuente de todas las melancolías y muy especialmente de la melancolía que define y distingue a toda la poesía de la dinastía Tang. Como le dijo Du Fu a su amigo y maestro Li Bai en un célebre poema: “Al cabo de diez mil, de cien mil otoños, no tendrás otro premio que el inútil premio de la inmortalidad”. Si nos atenemos a la inmensa riqueza que atesora la poesía Tang y a lo mucho que han aprendido de ella los poetas de todas las épocas, no parece que fuera un premio tan inútil, ni inútiles los viajes, los encuentros y desencuentros que se van sucediendo a lo largo de esta hermosa y exigente novela.