
Ficha técnica
Título: Gatos ilustres | Autora: Doris Lessing | Traducción: HELENA VALENTI | Editorial: LUMEN | Colección: Libros Ilustrados | Formato: tapa dura con sobrecubierta | Páginas: 160 | Medidas: 178 X 252 mm | Fecha: abr/2016 | ISBN: 9788426402868 | Precio: 22.90 euros | Ebook: 9,99 euros
Gatos ilustres
Doris Lessing
El amor de Doris Lessing por los gatos viene de lejos. Gatos ilustres se abre con las experiencias de la gran autora en la granja africana donde se crio y nos lleva hasta su vida adulta en Londres, en un viaje a través de los continentes y de los años que tiene como hilo conductor a muchos de los gatos que formaron parte su vida.
Agresivos algunos, muy dignos otros, todos en busca de atención, estos animales corrientes se convierten en criaturas extraordinarias bajo la mirada atenta de Lessing.
Las ilustraciones de Joana Santamans dan el último toque de gracia a un texto que en sí mismo es una auténtica delicia literaria.
«Un gato es un auténtico lujo… lo ves caminar por tu habitación y en su andar solitario descubres un leopardo, incluso una pantera. La chispa amarilla de esos ojos te recuerda todo el exotismo escondido en el amigo que tienes al lado, en ese animalito que maúlla de placer cuando le acaricias.» Doris Lessing
Capítulo 1
Como la casa se alzaba en lo alto de una colina, los halcones, las águilas, las aves rapaces, que suspendidas en las corrientes de aire, daban vueltas sobre los matorrales, a menudo quedaban a la altura de los ojos, a veces más abajo. Posábamos la vista en las alas negras y pardas -una extensión de seis pies-, destellantes con el sol, que se inclinaban cuando el pájaro describía una curva. Abajo, en los campos, nos tumbábamos inmóviles en un surco, a poder ser donde el arado se había hundido más al girar, bajo un manto de hierbas y hojas. Había que sepultar o recubrir de tierra las piernas, cuya palidez, pese al bronceado, resaltaba contra el pardo rojizo del suelo. A cientos de pies de altura, una docena de aves volaba en círculo, al acecho del menor movimiento de un ratón, un pajarito o un topo. Elegíamos una, tal vez la que se cernía sobre nosotros; y quizá por un instante teníamos la impresión de que se producía un intercambio de miradas: los ojos fríos y penetrantes del ave, y los ojos fríamente curiosos del ser humano. En la parte inferior del estrecho cuerpo en forma de bala, entre las inmensas alas suspendidas, las garras estaban ya preparadas. Al cabo de medio minuto, o de veinte segundos, se abatía sobre el animalillo que hubiera escogido; acto seguido se elevaba para alejarse con un pausado batir de alas dejando tras de sí un remolino de polvo rojo y un intenso olor fétido. El cielo continuaba como siempre: un espacio azul, alto y silencioso, salpicado de bandadas de pájaros que daban vueltas. De todas formas, en lo alto de la colina era habitual ver un halcón precipitarse oblicuamente desde el círculo de aire donde había permanecido hasta seleccionar la presa: una de nuestras gallinas. E incluso volar ladera arriba por una de las pistas abiertas en la espesura, con cuidado de proteger las inmensas alas de las ramas salientes: ¿no era sin duda un ave que actuaba contra su instinto natural al recorrer veloz la avenida aérea entre los árboles en vez de lanzarse en picado sobre la tierra?