
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
André Breton acabó ganándose el calificativo de “papa” porque se hinchó de bendecir, excomulgar, beatificar o, en el más benévolo de los casos, reprender a quienes no veían y practicaban el surrealismo como él lo vivía. No le gustaba la palabra “escuela”, ni tampoco el calificativo de “grupo” y prefería describirlo como “una asociación libre, espontánea, de personas [entre las cuales] se establece una especie de pacto que define una actitud poética, social, filosófica que no puede ser transgredida sin producir la ruptura con el espíritu (y la comunidad) surrealista”. Poco después aceptaba que se calificase al surrealismo de “movimiento”, si se entendía éste como “una actitud común ante la vida” o también como una “aventura espiritual.
Y bien, teniendo en cuenta las matizaciones y precauciones antedichas puede decirse que el surrealismo, al menos en sus comienzos, fue un movimiento vigoroso, saludable, desvergonzado e iconoclasta, es decir justo lo que buscaba una Europa que necesitaba una revisión urgente de los valores y creencias que tan malparados habían quedado tras la I Guerra Mundial. Y qué mejor remedio que el administrado por unos jóvenes convencidos de la ineludible necesidad de soltar lastre, derribar ídolos y desenmascarar a los impostores a fin de “transformar el mundo, cambiar la vida y rehacer de arriba abajo el pensamiento humano”. Nada menos.
El problema fue que unos pocos años después Europa se las arregló para representar una nueva versión del Apocalipsis igual de sangrienta y brutal que la de la anterior solo que esta vez con el añadido del Holocausto. Y aunque el surrealismo seguía en activo, esta segunda hecatombe, como dijo Buñuel para manifestar su rechazo y su impotencia ante el mercantilismo y la politización que rodeó (y rodea) al “Gernika” de Picasso, ya era “demasiado viejo para poner bombas”.
En este Repertorio de ideas del surrealismo (título tomado de un proyecto de Antonin Artaud no llevado a la práctica) Ángel Pariente ha reealizado una brillante recopilación de dichos y ocurrencias surrealistas que además ha ordenado alfabéticamente por temas. Como comprobará el lector, los surrealistas no se arredraban ante nada y entraban de frente en temas tan peliagudos como podían ser entonces los Juicios de Moscú o el Comunismo, pues les obligaba a ventilar públicamente una cuestión tan contradictoria para ellos como era su ferviente apoyo a la dictadura del proletariado y la evidencia de lo que estaba pasando de verdad en Moscú. Pácticamente no guardaron silencio ante cualquier cosa que pueda incluirse entre la primea entrada en el repertorio, Absurdo, y la última, Z de Zola, “un escritor de genio: el imbécil Zola”, según Louis Scutenaire (1945). Aunque aseguraban no tener padres, poco a poco fueron elaborando un Olimpo de favoritos, con Valery y Apollinaire a la cabeza, a los después se irían uniendo los Baudelaire, Rimbaud y Lautreamont, aparte de Marx y Freud. Y frente a éstos surgieron los aborrecibles Claudel (asno oficial, granuja, pedante), Pierre Loti (el idiota), Maurice Barrés (el traidor) o Anatole France (el policía). Como asimismo comprobará el lector, la lista de réprobos es interminable, con el agravante de que había figuras, sin ir más lejos Picasso, con las que Breton mantuvo una prolongada y muy complicada relación de amor odio, fundamentalmente porque sería una locura querer encuadrar a Picasso en una escuela, grupo, movimiento o cualquier otra entidad que no indique una noción de individualismo radical. Hubo otros, como Antonin Artaud que recibieron tantas críticas como alabanzas. Más problemáticos fueron, sin ir más lejos, los insultos proferidos contra Anatole France durante su entierro, una tirria que llevó a Breton a pedir públicamente que los despojos del fallecido fuesen metidos en un cajón y arrojados al Sena porque le negaba incluso el derecho a convertirse en polvo.
Otras veces, en cambio, la crítica era elegante, mensurada y, en mi opinión, justa, como por ejemplo cuando en 1928 Luis Buñuel y Salvador Dalí le mandan a Juan Ramón Jiménez una nota manuscrita que decía: “Nos creemos en el deber de decirle –sí, desinteresadamente– que su obra nos repugna por inmoral, por histérica, por arbitraria”. Movido por su inquebrantable propensión a la sinceridad, al repasar su propia obra, y la de sus compañeros, Luis Buñuel reconocía el valor de lo conseguido, ya fuera en literatura y pintura e incluso en el cine, pero lamentaba que el surrealismo no hubiese alcanzado uno de sus compromisos más queridos: cambiar la vida.
Repertorio de ideas del surrealismo
Ángel Pariente
Editorial Pepitas de calabaza