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Esas mujeres llamadas salvajes

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

El título habla de mujeres y el texto cumple escrupulosamente la promesa porque si a lo largo del libro salen trescientos personajes, la inmensa mayoría de ellos  –y por lo general los mejor perfilados y cuidados – son mujeres. En cambio en el título sale también la palabra “salvajes”  pero en este caso la cuestión es más ambigua porque puede hacer referencia al carácter fiero, irreductible y de autoafirmación  casi suicida de algunas de las mujeres aquí reflejadas (y entre las que en cierto modo bien podría incluirse la propia autora)  pero también puede estar aludiendo a que el verdadero salvajismo es el de gran parte de los grupos sociales, tribus, instituciones y gobiernos que salen en el libro y que en definitiva son los responsables de poner a las mujeres en situaciones  imposibles. La imagen de la muchacha revolucionaria china que camina  cantando al encuentro del pelotón de fusilamiento comandado por sus propios camaradas revolucionarios podría ser un buen ejemplo de situación  imposible.  Pero tampoco es mal ejemplo esa bella revolucionaria soviética que en su celo purista no ha dudado en denunciar a sus compañeros y que  ahora, exilada en Azerbaiyán porque ya se sabe lo que les hace a sus hijos cualquier Revolución, vagabundea sin rumbo porque “ha perdido  esa virtud esencial que es tener un propósito”.

                Quede claro que la autora no es una feminista acérrima  dispuesta a defender a ultranza a las mujeres y, como complemento dialéctico ineludible, a demonizar al masculino como responsable único de la desgracia femenina. De vez en cuando sale la palabra “estúpida” dirigida a una mujer que no le gusta y que desaparecerá para siempre de su horizonte. Lo que le da una dimensión inusual a las narraciones de Rosita Forbes es su posición ambigua frente a los privilegios de raza y de clase (de los que se aprovecha sin asomo de culpabilidad), su condena sin paliativos de la condición de inferioridad en que viven las mujeres de toda raza, cultura y condición, y su fascinación por un poder y una fuerza que si los encuentra encarnados en una mujer los celebra, aunque si quien ostenta esa fuerza y ese poder es un hombre no los condena. Al revés.  A veces los acepta como algo inevitable.

                Quien desee hacerse una idea de esa ambigüedad a la que hago referencia tiene un ejemplo extraordinario en el capítulo que dedica a Halidé Edib (1883-1964), escritora y líder nacionalista que jugó un papel esencial en la revolución que permitió a Turquía romper con su pasado imperial y pasar a ser una república laica que todavía hoy busca su propia identidad. En algún momento de entusiasmo traza un paralelo no muy afortunado entre Halidé Edib y Juana de Arco, pero por fortuna se cansa enseguida y se centra en poner de relieve la extraordinaria trayectoria política e intelectual de esta mujer que, después de arriesgar su vida durante unos años muy convulsos logró salir con vida de los mismos.  Su admiración y homenaje al valor y la capacidad de supervivencia se hacen extensivos a mujeres que han entregado su vida al cuidado de enfermos, mujeres  soldado en diversas revoluciones o una misteriosa bailarina a la que conoce en Lyon  y reencuentra muchos años después como sacerdotisa en Haití, sin olvidar a las esclavas a las que sigue la pista en Abisinia y Arabia, prostitutas de diversos lupanares, o su semblanza de la singular exploradora, anarquista, ocultista, budista y escritora Alexandra David-Neel, a la que califica de “la persona viva más extraordinaria del mundo”.

                La versión negativa de la fascinación del Rosita Forbes por el poder quedó reflejada en las numerosas entrevistas (no recogidas aquí)  y encuentros con hombres tan destacados como  D’Annunzio y Lawrence de Arabia, Clemenceau, el rey Faisal o el emperador  Haile Selassie, aunque su no disimulada admiración por Hitler y Mussolini terminó costándole no pocos disgustos cuando ambos dictadores mostraron su verdadera  faz.  

     Pero fue justamente esa profunda contradicción la que continúa otorgando valor e interés a unas crónicas de viaje escritas entre las dos grandes guerras mundiales del siglo XX y que denotan todavía una notable amplitud de miras y un rechazo indiscriminado de la injusticia. Ello aunque a veces parece quedarse sin palabras, por ejemplo cuando en un harén las esposas del gran hombre se dicen felices y contentas y rechazan toda posibilidad de cambiar de estatus, o cuando se encuentra con la esposa que exige al consejo de ancianos que obligue a su marido a buscar una segunda esposa. ¿Por qué? Porque ella ya le ha dado diez hijos al gran hombre y pide refuerzos ante la perspectiva de seguir pariendo herederos.  Es lo que tiene el viajar: los clichés que pueden explicar el mundo aquí resultan casi insultantes bajo una jaima plantada en mitad del Sáhara o en una cabaña en la Amazonia. 

 

 

 

Esas mujeres llamadas salvajes

Rosita Forbes

Traducción de Catalina Rodríguez y grabados originales de Isobel Beard

Almuzara

 

 

 

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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