
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Si España no se caracteriza por la gratitud y el trato exquisito a sus figuras literarias más destacadas – por lo general las maltrata en vida y las entierra en el olvido una vez muertas – no es la única en practicar tan injusta conducta. El daño que le hicieron sus contemporáneos a Gabriela Mistral aflora en muchas de las páginas de este curioso libro titulado Vivir y escribir. Y digo curioso porque, hablando con rigor, no está escrito por Gabriela Mistral en el sentido de que nunca quiso redactar una autobiografía formal, y así lo dice ella misma en uno de los primeros textos seleccionados. En cambio, como en muchos de sus libros habla de sí misma era posible, y eso es lo que ha hecho el autor de esta antología, Pedro Pablo Zegers, entresacar y ordenar cronológicamente los fragmentos para ofrecer una visión bastante sugestiva de una mujer singular y poco vegetativa y que se sentía cómoda en ese caos moderado que era su cotidianidad. Es bastante significativo el extracto de su libro Moneda dura que abre el libro: ”Estoy llena de caras sin nombres y nombres sin caras […] Es un laberinto de vieja este que sufro; y tendré que esperar al Día del Juicio para que mis nombres encuentren residencia en mis rostros y así vuelvan mis fantasmas de ayer a recuperar la encarnadura que hoy les he quitado”. No necesitaba poner en orden a los demás y tampoco a sí misma.
Curiosamente, habla con ternura de los dos pueblos donde pasó su niñez, Montegrande y La Unión, pero también de lugares donde fue a parar mitad por destierro y mitad por voluntad propia, como Punta Arenas y la Patagonia, lugares que no debían de ser fáciles de vivir en la época que ella ejerció allí el magisterio (los primeros años del siglo XX). Pero también de ese rincón solitario de los Andes en el que, dice, “he vivido los años más intensos de mi vida, que todo se lo debo al sol abrasador, a esta tierra verde y a este río […] quiero llamar a los Andes mi tierra nativa, la tierra de mis preferencias. La otra, Coquimbo, ni me dio jamás la misericordia de esta paz ni fue para mí otra cosa que un sorbo renovado de salmuera y hiel”.
Desde luego que este libro de prosas autobiográficas no excusa de leer paralelamente una biografía tradicional. Al revés, yo casi diría que es un estímulo para conocer mejor a esta mujer hoy bastante olvida, al menos por estos pagos, y que sin embargo transmite en sus escritos un impagable aliento de pasión, tanto en sus amores como en sus desamores de salmuera y hiel. Son continuas las trifulcas con sus compañeros de profesión, que nunca le perdonaron que ejerciera el magisterio sin tener título (como si para enseñar a unos niños olvidados de la mano de Dios en uno de los más inhóspitos confines del mundo se necesitase empapelar las paredes de diplomas); también con la prensa nacional, las autoridades y algunas figuras señeras, concretamente con Neruda, maestro, rival y protegido al mismo tiempo. Pero también con paisajes, costumbres y grandes hombres de otros países y continentes.
Son muchas las causas que se han aducido para explicar su lucha a brazo partido para asegurarse un lugar bajo el sol…fuera de los Andes. Era mujer (“sin mucha gracia humana y sin mucha comunicación”), mestiza, de miras independientes (religiosa pero con ramalazos budistas, y conservadora pero con convicciones en favor de las mujeres, los desprotegidos y determinadas estructuras sociales queb impedíana las autoridades encontrarle un acomodo a gusto de todos). Y encima con una sexualidad ambigua, bien que ella no hiciera ostentación de la misma hasta el extremo de que en el libro no hay ni la más leve mención a su vida afectiva. Como si no existiera. Su relación amorosa más conocida (el protagonista de “Sonetos de la muerte” que supuestamente se suicidó por amor) la desactiva en pocas líneas reconociendo que amores hubo pero que el joven Romelio se suicidó por otras causas y que para entonces ya tenía otra novia. O sea que no era fácil ejercer la mitificación con ella. Ni tampoco esperar que ella la practicara, y basta leer el relato de su paso por Lourdes.
Pero junto a ese poso amargo porque “no tengo condiciones para ganarme la cordialidad fácil” es capaz de mostrar una extraordinaria sensibilidad hacia las personas a quienes consideraba dignas de su consideración, ya fueran Stefan Zweig y su esposa en el momento de la muerte de ambos en Petrópolis, su corta pero intensa amistad con la novelista venezolana Teresa de la Parra o, sobre todo, el relato de la muerte de Yin Yin, el chico al que los mitólogos declaraban su hijo y que ella, con uno de sus eficaces mandobles para disipar hojarascas, reduce a la categoría menos mística de sobrino. Pero lo adoraba y su suicidio, y la parte de responsabilidad que le correspondió a ella, la marcaron profundamente. También muestra su pasión cuando habla de la Biblia, de sus labores docentes y, reiteradamente, del castellano, su lengua materna. Es enternecedora su sorpresa cuando, al llegar a Madrid, descubre que la lengua que le enseñó su madre, perdida entre las montañas y a resguardo de modas e influencias extrañas, era descendiente directa de quienes la llevaron allí y que, en cierto modo, incluso estaba mejor conservada.
Vivir y escribir
Gabriela Mistral
Compilación y prólogo de Pedro Pablo Zegers
Ediciones Universidad Diego Portales