
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Los amantes de la arqueología literaria tienen en esta novela un interesante motivo de investigación, sobre todo en el abundoso campo de la narrativa de confesión. La novela empieza de forma directa e inequívoca:"Mi mujer está muerta y ya ha recibido sepultura. Estoy solo en casa, yo solo con las dos criadas". Y en la página siguiente se remacha: "Cada vez que me miro al espejo ─ costumbre que todavía conservo ─ me resulta difícil concebir que ese hombre tan pálido, tan delgado y tan insignificante, de mirada sombría y mandíbula laxa ─ muchos dirán: ese esperpento ─, haya sido capaz de asesinar a su mujer… Una mujer a la que, a su manera, había querido". Y por si alguien pudiera albergar todavía alguna duda acerca del estado de ánimo del personaje, él mismo puntualiza que, tras enterrarla ha regresado a "esta casa donde todo me recuerda a ella y donde, sin ningún pesar y sin ningún remordimiento, pero sin ninguna alegría y sin ninguna esperanza, voy de un lado para otro, intranquilo […] lo único que siento es miedo, miedo de cualquier sonido, miedo sobre todo de mi propia voz".
El narrador y asesino confeso se llama Willem Termeer. Él mismo se presenta como un ser débil, indolente, mezquino, cobarde y sujeto a unas pasiones (bajas por supuesto) que no sabe dominar pero tampoco satisfacer. Y los hechos que él mismo narra le dan plenamente la razón, aunque entre tantos rasgos negativos hay al menos uno que le honra: la sinceridad. No perdona a un mundo al que cubre de invectivas y desprecios siempre que puede, pero tampoco se perdona a si mismo ni se concede un ápice de esperanza. Por ejemplo cuando dice: "Yo no he tenido la suerte de disfrutar de muchos placeres, pero los pocos que he conocido me han decepcionado". Ni siquiera le cabe la posibilidad de cargar todas las culpas contra su padre, pues si bien éste también fue un hombre despreciable y libertino al menos tuvo el detalle de morirse joven y dejar una fortuna que pone a su heredero al abrigo de la necesidad. Entre las muchas probatinas que lleva a cabo Willem Termeer por dar algún sentido a su vida se cuenta la redacción de una novela que podría ser perfectamente una descripción de Una confesión póstuma. Y que dice así: "Deslumbrado por la ilusión de que las particularidades que me distinguían de la masa y el dolor indescriptible que sufría en mi interior pudieran ser indicios de la sutil sensibilidad de un artista, había creado al héroe de mi novela como un trasunto de mí mismo. El relato era una revelación de mis emociones más íntimas, descritas sin ningún artificio". En vista del escaso interés editorial que suscita la revelación de sus emociones más íntimas, y tras otro periodo de perversiones y desenfreno, Willem decide que el remedio a sus males reside en el matrimonio y de buenas a primeras elige como compañera y salvadora a la hija de su tutor. Pero lo hace de buenas a primeras, sin conocerla de nada. Y cuando ni siquiera se han producido los avances y sobresaltos que preceden a una buena historia de amor, el presunto enamorado hace la siguiente descripción de su futura esposa:"Atractiva nunca me pareció. En absoluto. […] El azul de sus ojos me resultaba demasiado claro, sus pestañas y sus cejas apenas se veían, su nariz respingona tenía algo de pueril y su cutis, frío y veteado como el mármol, no despertaba en mi el menor deseo carnal. Si hubiera podido besarla en aquel momento, no lo habría hecho".
Ante ésos y otros muchos síntomas que el presunto enamorado ofrece de su futura amada, el lector no puedo menos que preguntarse si el matrimonio con esa mujer abnegada pero fría y desdeñosa lejos de una solución a sus problemas no va a ser el obstáculo definitivo en su trayectoria vital. Y en efecto. Aun suponiendo que el autor no obligase a su personaje a confesar su crimen en la primera línea, el lector comprendería de inmediato que tiene en sus manos una novela que entra de lleno en la categoría de las crónicas de una muerte anunciada. Los buenos lectores de Emants (entre los que destaca J.M. Coetzee) lo relacionan con una larga hilera de confesos que va desde Rousseau a Simenon, pasando por Dostoieski y sus Memorias del subsuelo. Y algo hay de todos ellos en Emants, cuyo relato se lee sin suspense pero con la fascinación que proporciona el despliegue imaginativo y sugerente de lo inexorable, con el aliciente de que el personaje al que vemos asumir su destino se trata de un héroe pusilánime y mezquino que en lugar de disfrutar de la gloria por los logros alcanzado quedará marcado para toda la vida y condenado a vivirla sin ningún pesar y sin ningún remordimiento, pero sin ninguna alegría y sin ninguna esperanza. Sólo miedo.
Conste sin embargo que se trata de una novela del siglo XIX escrita con la parsimonia técnica y el acompañamiento psicológico propios de aquella época. O sea que quienes sólo gusten de los relatos directos y enlazados en secuencias de tipo cinematográfico habrán de resignarse a una narración mucho más parsimoniosa y razonada.
Una confesión póstuma
Marcellus Emants
Prólogo de J.M. Coetzee
Traducción de Gonzalo Fernández Gómez
Sajalin editores