
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Acompañar por tierra a la Gran Barrera de Coral que sube a lo largo de 2.600 km por la costa este de Australia resulta relativamente sencillo porque hay una línea férrea y una autopista que discurren paralelas al mar. Gabi Martínez, que en esto es un viajero a la antigua, ha recorrido tan extraordinario escenario desdeñando tanto el vehículo propio como el tren porque ambos, cada cual a su manera, imponen un cierto aislamiento con el paisaje y sus gentes. En cambio ha optado por esos autobuses con una carga tan variopinta como su pasaje y que se detienen donde les parece para que bajen unas personas y aguardan lo que convenga hasta que el vehículo se llene de nuevo, dando ocasión a trabar conocimiento con el personal.
Pero si, como digo, recorrer físicamente esa distancia es relativamente sencillo, contarlo ya es otra cosa. En principio, que Australia se incorporase al concierto de las naciones en el siglo XIX debiera haberle permitido ahorrarse todos los errores cometidos por las viejas naciones y aplicar los mejores conocimientos desde la prehistoria. Pero no sólo no ha sido así sino que ese gigantesco país vino al mundo cuando todavía se pensaba que la ciencia podía solucionarlo todo. Y los desastres cometidos desde entonces en nombre del progreso que los remedios supuestamente científicos aportarían para solucionar un desastre superan de largo al mal que pretendían erradicar. De todos son conocidas la hecatombe provocada por la introducción incontrolada del conejo, los problemas de la superpoblación de canguros (se calcula que hay tres animales por cada habitante con concentraciones de hasta 500 ejemplares por km2), el espectáculo de hordas de camellos asilvestrados y que deben ser muertos a tiros desde helicópteros para que no se lo coman todo, la peligrosa proliferación de los dingos y, últimamente, la plaga del sapo Bufo Marinus traído de América del Sur para acabar con unos escarabajos que se comían la caña de azúcar y que no sólo no ha cumplido su objetivo (al escarabajo le basta subirse un palmo más en la caña para quedar a salvo de su predador ) sino que ha mutado en un voraz devorador de la pequeña fauna autóctona y que se ha extendido hasta colonizar una superficie de un millón de km2. Ello por no hablar de los problemas que han creado la sobre explotación agrícola y ganadera, la consiguiente sequía y la industria extractiva. Y si eso pasa en tierra, el panorama en el mar, y más concretamente en la Gran Barrera, no es más risueño. El coral es un pólipo que se asocia para formar colonias superpuestas que pueden alcanzar extensiones inverosímiles, de hasta 2.600 km en este caso. Aparte de la polución y la sobreexplotación comercial, el gran enemigo es el calor, y todo hace pensar que ese calentamiento global en el que todavía hay muchos que no creen, puede significar el fin del delicadísimo hábitat que precisa el coral para subsistir.
Ante el peligro evidente de que el relato de su viaje se convirtiese un lamento jeremíaco y precursor de todos los horrores que precederán al fin del mundo, Gabi Marínez ha tomado la sabía decisión de traspasar ese amargo cáliz a los especialistas y reservarse para sí el relato del viaje. El resultado visual es que en lugar de un texto corrido en el que el autor va intercalando los sucesos propios de todo viaje con las malas noticias que afectan a cada zona, el libro se compone de muchos micro relatos alternados con citas autorizadas de biólogos, geólogos, zoólogos, sociólogos, geógrafos, exploradores, submarinistas, escritores y, por descontado, los naturales que el autor va encontrando por el camino. Cada uno, desde el naturalista Charles Darwin al arqueólogo Jordi Serrallonga, en intervenciones no superiores a las quince o veinte líneas van perfilando desde sus respectivos conocimientos las múltiples facetas que componen un paisaje, de tal forma que al ser leídas sus aportaciones de corrido se crea un discurso objetivo y en absoluto catastrofista, lastimero y fatalista. Hay de todo eso, como es lógico porque los problemas están ahí y ni siquiera está en manos de los locales resolverlos, como por ejemplo el tan denostado calentamiento global. Pero, como queda dicho, gracias a esa técnica el autor se limita a cumplir el viejo papel del viajero que va, mira y vuelve para contarlo. Del trabajo sucio se encargan los otros.
Los mejores momentos son los que el texto se ocupa de los aspectos menos materiales del universo que se describe, por ejemplo cuando se deja hablar a los aborígenes que, curiosamente, lo hacen por boca del gran Bruce Chatwin y su inevitable Los trazos de la canción. El relato mítico que surge de esos míseros desheredados devastados por la cerveza Foster´s (que por cierto es una versión de nuestra San Miguel) es una imagen viva del destino trágico sufrido por los pueblos que han entrado en contacto con una civilización no necesariamente superior pero sí más fuerte y predadora que la suya.
En la Barrera
Gabi Matínez
Altaïr