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Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Gone Girl (Perdida en la edición española) es un ejemplo elocuente de la falsedad de ese axioma según el cual una novela de género, y más aún si encima está siendo un éxito mundial de ventas, deba ser necesariamente mala, o de lectura intrascendente. Y se da la circunstancia de que Perdida no sólo es una obra de género (un thriller) sino que encima ha logrado desbancar a Cincuenta sombras de Grey en la lista de libros más vendidos.
Sin sumarme ahora a la impresionante lista de encendidos elogios aparecidos en prestigiosos medios de comunicación de Estados Unidos y reproducidos en la contracubierta de la edición española, considero que Perdida es una novela muy notable y que merecería la clase de entusiasmos que ya ha cosechado si no fuera por una circunstancia negativa que comentaré más adelante. De momento me limito a matizar la condición de "obra de género" a la que he aludido más arriba. Al decir de una novela que es un thriller, gótica, de ciencia ficción o lo que sea (últimamente ha surgido una gran adicción a los zombies y los vampiros), se está aludiendo a la existencia de una especie de contrato entre el lector y el autor mediante el cual el primero acepta las reglas de juego que plantea el segundo. Mientras éste respete sus propias normas, el lector da por bueno lo que se le ofrece y renuncia a recurrir en exceso a la lógica, la verosimilitud o el realismo, todo ello con vistas a no poner trabas ni dificultar el desarrollo del relato. Con una fórmula así de sencilla se han creado obras notabilísimas y que están en las bibliotecas de todos.
La propuesta de Gillian Flynn es realmente ingeniosa y maneja de forma muy brillante las coordenadas del trhiller : el mismo día en que un matrimonio joven, aparentemente sólido y bien avenido, se dispone a celebrar su quinto aniversario, la esposa desaparece abruptamente. Con esa inexplicable desaparición, una cotidianidad normal e incluso feliz, empieza a cobrar tintes angustiosa y progresivamente sombríos porque, según pasan los días, la evidencias que van surgiendo aquí y allá incriminan inequívocamente al esposo, que ve cómo la policía, los vecinos, la familia de la desaparecida y los medios de comunicación acaban creando un clima cada vez más inculpatorio. Debido a la trama diabólicamente urdida por Gillian Flynn, el lector va de sorpresa en sorpresa hasta quedar a merced de lo que vaya a pasar en el capítulo final.
La técnica elegida por Gillian Flynn para contar esa historia es de una sencillez tan palmaria como eficaz: da voz alternativamente a marido y mujer para que cuenten en primera persona sus respectivas versiones de lo que está pasando y, de paso, dejen constancia de sus conductas y decisiones desde que se conocieron. El desfase temporal que se da entre ambos relatos (el marido es el encargado de dar cuenta del presente y desentrañar la complicada realidad que va surgiendo a la luz según pasan los días, mientras que la esposa va facilitando los datos que complementan, amplían y contradicen la versión del marido) crea una especie de perspectiva y da un respiro al lector para ir hilvanando sus propias conclusiones. El planteamiento y el desarrollo de la trama son tan solventes que el lector, aunque ya sin aliento, podría llegar subyugado hasta el desenlace que pondrá paz y fin a tantos sobresaltos.
La circunstancia negativa a la que aludía antes puede ser achacada a una desgraciada falta de contención por parte de Gillian Flynn. Está tan segura de sus recursos narrativos y está tan entretenida retorciendo el curso de los acontecimientos para lograr dar una vuelta más a la tuerca, que a partir de un momento determinado la historia se le va de la mano. He dicho que en una novela de género el lector no debe recurrir a la lógica ni a la verosimilitud. Pero sólo hasta cierto punto. Y si el personaje que lleva la iniciativa en esta historia (la esposa) ha necesitado años para urdir un plan A que le permita lograr sus propósitos, cuesta creer que si falla ese plan A, tan meticulosamente preparado, puede ser sustituido sobre la marcha por un plan B improvisado y repleto de incongruencias. Con el agravante de que, a partir de ahí, la policía, los vecinos, la familia, la prensa, el marido y el lector, deben aceptar ciegamente las sucesivas manipulaciones que sufre la trama para lograr que el relato avance hacia su final y no pierda fuelle, o para sortear el peor error en que puede caer una obra de género, y que consiste en dar tiempo al lector para pensar y preguntarse si no están abusando de su buena fe.
Podría aventurarse también que es un problema de ritmo. El planteamiento, nudo y una parte importante del desenlace están llevados con un ritmo tan pausado y complacido (un taurino diría "carga tanto la suerte") que llegada la hora de la verdad el final se alarga innecesariamente, quizá para evitar que parezca un bajonazo propinado de cualquier manera. Y es una pena porque hasta un momento perfectamente reconocible la novela era extraordinaria y merecía un remate de la misma altura y acierto.

Perdida
Gillian Flynn
Random House

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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