
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
En cierto modo Un jardín abandonado por los pájaros es una autobiografía, pero contada de un modo peculiar. En lugar de un YO omnipresente de principio a fin y que narra, evoca, juzga, interpreta o tergiversa maliciosamente mientras se ofrece a sí mismo como ojo que todo lo ve (y que de paso oculta y desprecia todo aquello que no le afecta directamente) un narrador en primera persona hace las veces de punto de fuga en el que convergen las trayectorias de quienes han sido su entorno familiar. Pero la ambición del relato va mucho más allá del mero recuento de las peripecias de unos personajes (los abuelos paternos y maternos) que nacen hacia 1900 y cuyas vidas, junto con las de sus descendientes incluido el propio narrador, ocupan gran parte del siglo XX. Con notable habilidad, y recurriendo a su ya largo oficio de novelista, Marcos Ordóñez avanza, salta y retrocede a lo largo de las épocas, toma y abandona las biografías de tíos, abuelos, padres o incluso vecinos, vuelve a ellos si de pronto le interesa resaltar esto o aquello (a veces el color del envoltorio de un caramelo o un ruido ciudadano característico, aunque también puede ser una película, el olor del cine donde la pasaban o un suceso entonces muy sonado) para luego retomar la historia donde la dejó cuando se distrajo con esto o aquello. Esa técnica le permite por ejemplo contar casi en primera persona, o como si estuvo presente, sucesos ocurridos cuando la voz narradora ni siquiera había sido engendrada, y a veces tampoco sus padres si se ha remontado a los primeros años del siglo, cuando los abuelos todavía ni se conocían. Y le permite asimismo hablar de su infancia como si hubiese sido protagonista o testigo de la misma desde el primer momento y hablar de todo ello con total conocimiento de causa sin que al lector le cueste aceptar tamaña incongruencia. Es una cuestión de pericia en el manejo de esos tiempos y esos espacios que se yuxtaponen, saltan de pronto treinta años o cambian de barrio de un párrafo a otro.
Dicho así, y aunque no lo parezca, el relato final no es en absoluto caótico o incomprensible, pero por eso he dicho más arriba que la voz narradora es una especie de punto de fuga en el que, directa o indirectamente, convergen las historias de unos y otros. Muchas veces el testimonio le llega al yo narrador por relato directo de los protagonistas de los sucesos; otras veces son meros comentarios captados al vuelo en las conversaciones de los mayores y que si en el momento de escucharlos por vez primera resultaban oscuros y muy enigmáticos siempre queda el recurso de la explicación a posteriori, ya desde el presente y en la edad adulta. También hay fotos familiares de cada uno de ellos tomadas en diferentes épocas de sus vidas y, por ejemplo en el caso del padre, un manuscrito en el que se aclaran sus andanzas durante unos años sin testigos que posteriormente hayan dado cuenta de ellos.
En este sentido, Marcos Ordóñez juega con una doble ventaja: de una parte, no es la primera vez que usa a su entorno familiar como material literario (por ejemplo Una vuelta por el Rialto, de 1994, o Comedia con fantasmas, de 2002) y por lo tanto ya se ha refrescado previamente la memoria. Y de otra parte cuenta, según afirma él mismo en varias ocasiones, con la ayuda de su hermana Victoria, en gran parte responsable de que en este relato autobiográfico surjan incontables colores y olores, sonidos y precisas descripciones de ambientes, ropas y detalles que de otra forma se hubieran perdido de no ser por la memoria prodigiosa y casi fotográfica de su colaboradora.
Entre unas cosas y otras, lo que surge de Un jardín abandonado por los pájaros es la recreación de un país que se adentra trabajosamente en el siglo XX y que se encarna en una ciudad, Barcelona, evocada con más solidaridad que nostalgia, pero que les sonará extrañamente familiar y próxima a todos los lectores nacidos a mediados del siglo pasado y que vivieron los años previos a la Guerra Civil y la guerra misma a través de los testimonios de sus mayores y que luego vivieron por sí mismos los últimos años del franquismo y el advenimiento de la democracia. Todo ello contado, por ejemplo, a partir personajes tan entrañables como la tía Florentina, una mujer a la que se le pasó la juventud y seguía aferrada a ésta comportándose de forma inadecuada para su verdadera edad y tratando de olvidar todo ello con remedios tan de andar por casa como ir todas las tardes a ver una película para ella fascinante, West Side Story. Al cumplirse un año de permanencia en cartel de dicha película (de hecho duró dos) la distribuidora tuvo el acierto de resaltar el acontecimiento trayéndose a Barcelona a Georges Chakiris, el irresistible Bernardo que tanto enamora a la no menos irresistible María/Woods. En premio a su diaria fidelidad, a la tía Florentina le cupo la dicha inenarrable de entregar un ramo de flores a su ídolo, deferencia a la que él correspondió con un beso delante de todos. Pero también salen Raquel Meller, y Herta Frankel y Alady y tantos otros que convivieron con las tías Florentinas y demás parientes y que pueblan un imaginario aquí extraordinariamente bien evocado. No es un libro al uso, pero merecería ser leído mayoritariamente.
Un jardín abandonado por los pájaros
Marcos Ordóñez
El Aleph