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Tierra de caimanes

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Ahora que los empleados de los ferrocarriles y las líneas aéreas han tomado por costumbre llevar a cabo huelgas estratégicas que obligan a los usuarios de ambos sistemas de transporte a malgastar una parte notoria de sus vacaciones en algún aeropuerto o estación de mala muerte, libros como este de Karen Russell, frescos, amenos e intrascendentes pero bien escritos y fáciles de leer, deberían ser declarados bienes de interés social y comprados a miles por algún organismo oficial para ponerlos a disposición de unos frustrados viajeros que así podrían hacer algo más útil que ir de mostrador en mostrador tratando inútilmente de averiguar cuándo podrán hacer uso de los billetes rigurosamente pagados con antelación y que ahora les queman en los bolsillos.
Una vez rotas sus defensas naturales, y sumido en la dolorosa conciencia de estar siendo injustamente tratado, el lector se adentrará en la lectura de un libro como Tierra de caimanes en un estado de ánimo curiosamente alterado pero favorable a cualquier estímulo imaginativo y simpático. El trasunto de este libro no puede ser más sencillo: en una de las Diez Mil Islas situadas frente a las pantanosas costas de Florida la familia Bigtree se gana la vida domesticando caimanes con los que luego montan espectáculos para los turistas que visitan su curioso y precario parque temático. Como bien explicitaban los carteles publicitarios colocados en las autopistas cercanas, la estrella máxima, la "Centauro de la Ciénaga", es Hilola Bigtree, la grácil y arrojada india seminola que atraviesa a nado un estanque repleto de monstruosos caimanes de varios metros y armados con unos colmillos que fácilmente podrían partirla en dos. El Jefe Bigtree es el encargado de ilustrar con un potente chorro de luz el duelo desigual entre la bella y las bestias, al tiempo que les pone el alma en un puño a los espectadores valiéndose de unos atronadores altavoces. Kiwi, el hijo mayor, Osceola, la hija mediana, y Ava, la pequeña destinada a ser la futura domadora de bestias, son los encargados de vender las entradas, atender el museo familiar, servir en la cafetería y atiborrar de bebidas azucaradas a la clientela. Pero por descontado que allí, salvo los caimanes, todo es un montaje de cara al negocio: la familia Bigtree se llama en realidad Schedrah y no es de sangre seminola sino oriunda de Ohio; el Jefe Bigtree es un pluriempleado que está cargando de deudas el parque temático y la arrojada sirena de los carteles es una pobre mujer enferma de cáncer cuya muerte provocará que todo el tinglado se venga abajo.
A partir de ese momento la narración, a cargo de la pequeña Ava, se dedica a seguir la pista a cada uno de los miembros de la falsa familia Bigtree en su búsqueda de una solución para sus respectivas vidas una vez que el espectáculo circense se demuestra inútil sin su atracción principal. Y es en ese doloroso viaje de los Bigtree hacia sus respectivas realidades donde surge el principal escollo de la novela, motivado por un fallo narrativo por otra parte bastante fácil de subsanar: de todos los personajes el más difícil el de Osceola, la hermana intermedia, que en respuesta a la abrumadora realidad parece buscar una escapatoria por la vía del espiritismo y su progresivo adentrarse en el más allá. Es muy meritorio por parte de Karen Russell, la autora, su esfuerzo por mantener la disparatada atmósfera inicial, mitad universo mítico surgido de los manglares y los paisajes fantasmagóricos poblados de monstruos y mitad engañifa de feria provinciana. Un doble plano muy bien mantenido hasta el final. Sin embargo, el empeño en dar verosimilitud al mundo de los espíritus que pueblan el más allá -Osceola incluso se llega a fugar con el fantasma de un muchacho muerto durante la Gran Depresión de los años Treinta – termina por provocar un bache narrativo en el fondo inútil porque el lector (sobre todo un lector previamente derrotado por las huelgas aéreas o ferroviarias) estaría dispuesto a aceptar sin más lo del inframundo con tal de avanzar en los avatares de los restantes personajes. Y en efecto: una vez pasado el bache espiritista la narración recobra su ritmo alegre y desenvuelto y es posible interesarse de nuevo por el paradero del padre desaparecido, centrarse en los intentos del primogénito por recuperar el negocio familiar o seguir a Ava en su búsqueda de la desaparecida hermana fugada con un fantasma.
Viendo en las páginas de agradecimientos que últimamente se acostumbra incluir en las novelas americanas, la enorme lista de editores, profesores y amigos que han leído previamente manuscrito, uno se pregunta cómo es posible que ninguno de ellos le haya hecho comprender a la autora la inutilidad de malgastar setenta u ochenta páginas en dar verosimilitud a una cuestión perfectamente irrelevante en comparación con el divertido disparate que es el resto del libro.

Tierra de caimanes
Karen Russell
Tusquets editores

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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