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Liquidación final

Por 18 de diciembre de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Si alguien tiene la mala sospecha de que leer Liquidación final le va a provocar una profunda desazón habrá acertado de pleno. Desazón. Profunda. Y no por la trama, que es ocurrente y entretenida y atrapa desde el primer momento: un ciudadano (excesivamente indignado) decide poner fin por su cuenta al escándalo de los fraudes a Hacienda y opta por escribir cartas a los tramposos más notorios conminándoles a pagar de inmediato sus deudas o el que suscribe se encargará de llevar a cabo la "liquidación final".
Lógicamente, las dos primeras liquidaciones forzosas provocan una oleada de pánico entre los defraudadores y en pocos días Hacienda recibe una avalancha de deudas atrasadas que provoca a las autoridades un dilema moral: cómo aceptar un dinero producto de un vil chantaje y que les llega tinto en sangre y, al mismo tiempo, cómo rechazarlo cuando la gente malvive e incluso se está suicidando por no poder hacer frente a sus obligaciones. Y ahí reside una de las causas de la desazón que se va apoderando del lector mientras sigue las andanzas del inefable inspector Laritos para resolver un caso peliagudo sin verse arrastrado por la ineficacia, la desidia, la corrupción y el afán generalizado de quienes mandan por eludir sus responsabilidades y descargar éstas sobre sus subordinados, en este caso el inspector. Es posible que Márkaris estuviera muy entretenido con el planteamiento del problema y el desarrollo del mismo y que de pronto, al caer en la cuenta de que le habían dado las tantas, se creyese obligado a terminar en un pis pas. Lo digo porque ese criminal justiciero que ha estado pruebas durante todo el relato de una inteligencia, una audacia y una astucia admirables, al final se deja cazar en unas pocas páginas y de una forma que no está a la altura de sus hazañas.
Sin embargo, como queda dicho, lo que de verdad inquieta no son los asesinatos del excesivamente indignado ciudadano sino las tramas (aunque quizá sería más justo decir dramas) que van apareciendo en la periferia de la acción principal y que si figuran en el relato es, evidentemente, porque Petros Márkaris así lo desea, aunque sean citados casi como de pasada: aparte de las víctimas del autoproclamado Recaudador Nacional y de la miserable fauna que éste va obligando a salir de sus madrigueras, están los dos jóvenes novios que se suicidan porque no ven futuro para ellos; las cuatro mujeres mayores que ingieren barbitúricos con vodka porque tampoco pueden hacer frente a sus obligaciones; la gente joven sin trabajo y que debe buscarse la vida en los países más peligrosos de África o, lo cual es una constante casi obsesiva, el ambiente de profundo malestar y desolación que transmite una ciudad en la que trasladarse de un punto a otro exige ser un experto en logística porque no hay solo día en que esta calle o la otra no estén cortadas por gente desesperada exigiendo esto o lo otro. La sensación de un colectivo atrapado para siempre en un atasco circulatorio crónico es obsesiva.
Lo peor, lo que de verdad desazona, es que en el fondo esta novela podría haber sido ambientada en Portugal, Irlanda o España y habría que cambiar los detalles, pero la trama fundamental sería la misma. Incluso las conversaciones cotidianas de los personajes, los recortes de sueldos, los equilibrios para llegar a fin de mes, los habitáculos cada vez más mezquinos en los que la gente se ve obligada a buscar refugio, el terror a perder el empleo, la precariedad de un ascenso o la miseria moral que conlleva esa situación extrema nos suena perfectamente conocida y cotidiana porque es exactamente lo que está ocurriendo aquí. Aunque lo fundamental, el verdadero mensaje subliminal que transmite la lectura de Márkaris, es que el drama de Grecia (la inventora de la Tragedia pero también de la Democracia y de tantas otras cosas que son el sustrato de nuestra civilización) no tiene solución fácil ni lleva visos de resolverse a corto plazo. Luego, si tanto nos parecemos, menuda la que nos espera. Y si alguien considera que el análisis económico y social de un escritor de novela negra no es suficiente garantía y prefiere acudir directamente a un observador bien preparado y que está viviendo sobre el terreno esos mismos hechos no tiene más que buscar en Internet el blog de Pedro Olalla. Lo que cuentan Márkaris y Olalla, cada cual en su campo, es básicamente igual, con el agravante de que ambos discursos se parecen descorazonadamente a lo que cuentan los periódicos y los noticiarios españoles. Y los portugueses, imagino.

Liquidación final
Petros Márcaris
Tusquets Editores

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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