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La carta estercoraria

Por 10 de enero de 2012 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

En la corte de Luis XIV vivía una duquesa gorda importada de Alemania, que se llamaba Charlotte Elisabeth von der Pfalz —‘Lieselotte’ para sus primas y admiradores—.  A los diecinueve años, la trajeron de Heidelberg y la casaron con el viejo duque de Orleans, el hermano de Luis XIV, cuya pasión por los hombres guapos, en particular su amantísimo caballero de Lorraine, era pública y notoria. Los dos formaban la pareja más dispar imaginable. Él, bajo y rechoncho, cubierto de puntillas y sobre tacones desmesurados, parecía una marioneta obesa. Ella, fuerte y recia, tenía el aspecto y los andares de un granadero bávaro. Bajo los títulos oficiales de “Monsieur” y “Madame” residían los dos en el Palais Royal, y hacían vida separada desde 1676.

Las pasiones de la duquesa eran la cerveza, las salchichas, la caza a caballo con perros, y la correspondencia epistolar donde daba noticias a sus primas de la corte versallesca. Por ejemplo, lo que zampaba Luis XIV: “A menudo he visto al rey comerse cuatro platos de distintas sopas, un faisán, una perdiz, una fuente de ensalada, dos grandes lonchas de jamón, un plato de ternasco adobado con ajo y acompañado de consomé, otro plato lleno de pasteles, y luego frutas y huevos duros.” O bien lo aburrida que era la corte:  “El juego del billar es una cosa aburridísima. Van a una mesa y se echan tripa abajo, sin que nadie diga una palabra. Y allá están amontonados, hasta que el rey ha jugado una partida. Luego se canta una vieja aria de ópera que ya hemos oído mil veces.”

En los peritajes que hacía de sí misma tampoco empleaba la lisonja: “Mi talla es simplemente monstruosa, soy cuadrada como un dado, la piel es de un rojo mezclado con amarillo, mi cabello ha empezado a grisear, la nariz sigue estando torcida como antes, pero ahora está festoneada por la varicela, igual que mis mejillas, y tengo los dientes hechos polvo.”

La duquesa Lieselotte escribía en alemán con mucha gracia, pero no pensaba pasar a la posteridad literaria. Un día, cuando ya llevaba escritas más de tres mil cartas, supo que su correspondencia era retenida en la frontera, traducida al francés y enviada al rey, lo que ocasionaba un retraso importante. Decidió entonces escribir en francés, a fin de evitar tanto circunloquio. Para su estreno, escogió un ejercicio de estilo que, de paso, le permitió vengarse de su cuñado Luis XIV, y pasar a la posteridad como una de las cumbres del género estercorario. Su celebrada carta del 9 de octubre de 1694 a la electora de Hannover  enmarcaba  estas fragantes reflexiones: 

“Vos sí que sois dichosa, que podéis ir a cagar cuando os parece; cagad, pues, y quedaos ancha. Aquí no es el caso, y me veo obligada a guardar mi  cagada hasta la tarde; no hay reposaculos en las casas del lado del bosque, y yo tengo la desdicha de vivir en una, y en consecuencia la molestia de ir a cagar fuera, lo que me fastidia, porque querría cagar a gusto, y no cago a gusto cuando mi culo se apoya en nada. Además, todo el mundo nos ve cagar; pasan hombres, mujeres, chicas, niños, curas y suizos. Ya veis que no hay placer sin menester y que, si no cagásemos, yo estaría en Fontainebleau como pez en el agua. Es muy penoso que mis placeres se vean interrumpidos por cagadas. Me gustaría que el primero que inventó el cagar no pudiera cagar, él y toda su estirpe, más que a bastonazos. ¡Es terrible que no se pueda vivir sin cagar! Aunque estéis en la mesa con la mejor compañía del mundo, basta que os dén ganas de cagar, para que tengáis que ir a cagar. Aunque estéis con una chica guapa o con una mujer que os guste, basta que os dén ganas de cagar, para que tengáis que ir a cagar o reventar. ¡Maldito sea el cagar! No conozco cosa más vil que el cagar. Si veis pasar una persona linda, bien guapa y relimpia, os decís: ¡Ah qué bien estaría si no cagase! Yo se lo disculpo a los golfos, a los soldados de guardia, a los porteadores de sillas y gente de ese calibre. Pero es que los emperadores cagan, las emperatrices cagan, los reyes cagan, las reinas cagan, el papa caga, los cardenales cagan, los príncipes cagan, los arzobispos y obispos cagan, los generales de orden cagan, los curas y los vicarios cagan. ¡Reconoced, pues, que el mundo está lleno de gentuza! Porque, en conclusión, se caga en el aire, se caga en la tierra, y se caga en el mar. Todo el universo está lleno de cagones, y las calles de Fontainebleau, de mierda, principalmente de mierda de suizo, porque ellos evacuan grandes cagadas, como vos, Señora.”

Esta fue la primera carta de la duquesa que, conforme a su cálculo, llegó a manos de Luis XIV en versión original, y así pudo decir con propiedad que llegó a cagar en manos regias.

Por su parte, la electora de Hanover, que la leyó después del rey de Francia, también quiso estar a la altura y contestó en excelente francés:

“Bonito razonamiento de mierda que me hacéis sobre el cagar. Me parece que no conocéis bien los placeres, puesto que ignoráis el que produce cagar […] Espero que os retractéis de haber querido dar tan mal olor al cagar y estéis conmigo de acuerdo en que no se puede vivir sin cagar.”

Con su carta estercoraria, la duquesa Lieselotte ingresó en la fragante tradición francesa de lo escatológico, y obtuvo su destacado lugar después de Rabelais y antes del marqués de Sade. Epígonos suyos fueron Bataille, con su escatología defecatoria metafísica y angustiada, y Flaubert, quien anotaba en su correspondencia que su siglo había perdido la salud y consciencia del propio cuerpo, lo que se traducía en una pérdida de simpleza de lenguaje, mientras en Aristofanes “se caga en escena”. Algo después, a finales del siglo XIX, E. de Goncourt escribía en su diario: “Dios, en su bondad, tendría que haber concedido a la mujer excrementos en forma de bosta caballuna o de boñiga de vaca, o incluso, de haber estado en sus mejores días cuando creó a la mujer, excrementos semejantes a las cagarrutas almizcladas de la gacela, y no caca de hombre. Confieso que el pensamiento de encontrar una hacedora de mierda en la criatura angelical ha enfríado siempre mis exaltaciones sentimental-amorosas.” 

La fragancia de la carta estercoraria de la duquesa Lieselotte atravesó los siglos y saturó las narices del delicado Gautier, quien elucubraba así sobre Luis XIV: “Siempre comiendo y cagando […] una fístula en el culo y otra en la nariz”. E. de Goncourt, que anotó la reflexión en su diario (23 de agosto de 1862), recuerda que Gautier, sin duda embriagado por los efluvios estercorarios, parecía en su furor querer “lapidar a Luis XIV a cagada limpia”, mientras Claudin volvía la cabeza, “aturdido como un niño que viera cagar sobre su catecismo”.

La carta estercoraria de la que el editor Brunet, que publicó la correspondencia de la duquesa en 1855, aseguraba “hemos dudado si reproducir las dos cartas siguientes, que se encuentran en francés en el volumen alemán aparecido en 1789”, fue luego reproducida por los Goncourt en su diario, y para que cada su siglo dejara su huella particular, Edmond reemplazó culo y cagar por c… 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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