Javier Fernández de Castro
Partiendo de la base de que nadie sabe de antemano por qué se venden mucho unos libros y otros no (si alguien lo supiera estaría produciendo best-sellers todo el tiempo y sería más rico que las petroleras) Don DeLillo es un enigma total. En Estados Unidos goza de gran prestigio y popularidad (ventas), gana premios importantes y está traducido a las principales lenguas cultas. Reduciendo Los nombres a su esquema más elemental podría sonar así: un grupo de privilegiados norteamericanos auto exilados (banqueros, altos ejecutivos, analistas de riesgo, un director cinematográfico de culto) viajan por Oriente Medios y coinciden ocasionalmente en una isla griega de las Cícladas. La muerte a martillazos de un anciano tullido les llama la atención y las discretas averiguaciones posteriores hacen recaer la autoría sobre una secta secreta practicante de sacrificios humanos. La sucesión de muertes rituales en diversos países de Oriente Medio y los sucesos dentro del propio grupo de afortunados investigadores (espionajes mutuos, aparición de la CIA bajo el disfraz de la empresa a la que pertenece el personaje protagonista, rupturas e infidelidades dentro del grupo, etc) enrarecen y tensionan el ambiente y hacen temer un desenlace trágico. Es decir, un esquema que parece destinado a un best-seller como los hay a docenas en las librerías, con todos los ingredientes de sexo, alcohol, glamour, sectas , conspiraciones y espías de altos vuelos.
Y sin embargo Los nombres apenas si responde vagamente a lo que el esquema promete. En primer lugar porque la presencia física, espiritual y simbólica de Grecia tiene un protagonismo casi constante, y muchas veces la influencia de la luz, las formas, los olores o la atmósfera reciben más atención que los conspiradores, por poner un ejemplo; en segundo lugar, los personajes están tratados con una técnica que podría denominarse tangencial, ya que la mayoría de las veces empiezan siendo anecdóticos respecto a la narración y sólo poco a poco ésta va centrándose en ellos casi sin llamar la atención. Y en tercer lugar porque la visión general, en sentido profundo de la existencia que une, dirige y condiciona a los personajes y los sucesos recibe una atención primordial pero igualmente discreta.
Obviamente, este tratamiento del material narrativo impone una cadencia pausada y distendida que nada tiene que ver con el tremendismo y la aceleración inherentes a la literatura de consumo. Por poner un ejemplo, la secta de asesinos rituales no hace su aparición hasta pasadas las cien primeras páginas y ni siquiera entonces en ningún momento se apodera de la acción ni absorbe la atención del lector. Mas bien es como un leit motiv de fondo que da lugar a discusiones sobre el lenguaje y el significado de las palabras y las acciones que estas designan. Y también el motivo para el clímax que propicia la aparición de la CIA, la cual, a su vez, tampoco es una irrupción estelar. “¿Qué hace un analista de riesgos?”, pregunta en un momento determinado uno de los personajes. Respuesta: “Política”. Un analista de riesgos es una suerte de consejero de inversiones y necesita estar al tanto de la realidad de una región para apoyar o desaconsejar una inversión a sus adinerados clientes. Por lo tanto no puede tomarle de nuevas la presencia de la CIA en Oriente Medio ni su aparición le puede resultar estrepitosa. El analista deja la empresa por una cuestión de estrategia profesional y no porque moralmente le parezca mal colaborar con un organismo que recibe la siguiente descripción: “Si Norteamérica es el mito viviente de nuestro mundo, la CIA es el mito viviente de Norteamérica”. Aunque en Los nombres no sea tan acusado como en otras novelas, el interés de DeLillo por el papel de Norteamérica en el mundo y su condición de chivo expiatorio es crucial en su narrativa, hasta el extremo de que un autor como Martin Amis lo ha trivializado calificándolo de “poeta de la paranoia”. El papel de líder mundial que ejerce Norteamérica le confiere grandes ventajas pero también inconvenientes que los personajes de DeLillo resienten como propios. Están en el mundo para influir (a favor de su país) y por lo tanto saben no ser inocentes.
En definitiva, como decía al comenzar, Los nombres es una novela muy singular y que atraerá desde las primeras páginas a quienes sepan gustar del ritmo lento y una cierta delectación por las atmósferas y la recreación sutil de personajes.
Los nombres
Don DeLillo
Seix Barral