Eduardo Gil Bera
Hoy trae el correo una cosa bonita, el catálogo de la exposición “Nueva Objetividad en Dresde” montada estos días en la Kunsthalle Lipsiusbau. Hay ciento ochenta obras de ochenta autores, con precios muy arreglados que van desde los poco más de mil, hasta los casi cien mil euros. Son obras hechas entre 1918 y 1933, y supervivientes de la llamada ala izquierda de la Nueva Objetividad. El cuadro de arriba se titula “Traseras en Dresde”, de Franz Radziwill y data de 1931. Es un Canaleto ostrogodo que no está mal. Traseras pintadas de la forma contraria a como lo haría el expresionismo, advierten los entendidos. Traseras que se arrasaron, igual que las delanteras, en el bomardeo de la noche del 13 de febrero de 1945. ¿No es profético ese avioncito pinturero?
El movimiento de la Nueva Objetividad me recuerda a Joseph Roth, que pasó por adalid de la nueva escuela y enseguida se distanció de ella con todas sus fuerzas. Primero hizo una aparición sonada como partidario de la “nueva objetividad” —que luego definió como literatura rebajada a sombra de una sombra— con el prefacio de cinco líneas que escribió para La huida sin fin, la novela que redactó durante su estancia rusa. En marzo de 1927, instalado en París tras su regreso de Rusia, desde una mansarda del hotel Foyot, en el 33 de la rue de Tournon, a la vista del jardín de Luxemburgo, anunció una nueva era:
Ya no se trata de “hacer poesía”. Lo importante es lo observado.
Con La huida sin fin, Roth tuvo la intención de escribir una novela moderna y adecuada a la moda de la nueva objetividad. Pero las “atrevidas” novedades, como las puestas en escena a modo de informe o el final por medio de interrupción, son sólo aderezos ‘pro forma’. En la obra, afloran la compasión, el énfasis, la simpatía, la melancolía y la imaginación, como no podía ser menos. También hay intervenciones poéticas y filosóficas del autor, y, en definitiva, la evocación de una atmósfera, algo mucho más determinante para la obra que aquella venerada objetividad de tan problemática existencia.
Así que, como es natural, Roth no cumplía en absoluto ninguna de las preceptivas de la “nueva objetividad”, según la cual, él mismo sería un cronista indiferente y su actitud correspondería a la de un autor moderno que no urde ninguna fábula, sino que abre los ojos, porque no hay fábula más interesante que la realidad, según escribió en el artículo “El charlatán idealista” del 4 de diciembre de 1927.
Tiene algo de cómica paradoja que Roth se pusiera una sola vez a defender una moda literaria, no más ni menos vacua que cualquier otra, y lo hiciera justo con la tendencia que menos podía corresponder a sus impulsos más íntimos.
Enseguida sintió la necesidad de distanciarse de su defensa de la dichosa nueva objetividad. A eso obedecen sus artículos “Autocrítica demoledora” o “La vida privada”, de noviembre y diciembre de 1929, donde es patente otra postura:
“Desde hace unos años me esfuerzo en vano por no conocer la vida privada de los autores contempráneos. Nada me parece en este instante más difícil. […] Desde hace unos años los reseñistas siente predilección por un especial elogio, que no es tal, porque no hacen sino ensalzar la carencia de carácter literario como si fuera un plus. Emplean con gusto la fórmula: “¡Este libro es más que una novela! ¡Es un fragmento de vida!” ¿Qué es eso de más que una novela? Dentro de la literatura, un ‘fragmento de vida’ tiene valor si ha encontrado una forma válida. Un ‘fragmento de vida’ informe no es más que una novela, sino menos, no es nada, no es digno de consideración en absoluto. […] La experiencia como puro suceso, como realidad, como historia o episodio, sólo es materia prima para un escritor […] El lector, aleccionado en la épica realista desde mediados del siglo XIX hasta Proust y André Gide, está habituado a mesurar lo figurado literariamente en el material bruto que le ha servido al autor como muestra. Si un autor describe, por ejemplo, la época de la inflación, el lector que conoce bien la inflación quiere verla en el libro. Pero en mi novela encuentra otra, o no encuentra ninguna. O sea, la materia prima va a parar, en mis libros, a la insignificancia de una ilustración. Sólo es significativo el mundo que configuro a partir de mi material de lenguaje (igual que un pintor pinta con colores) […] Porque el material de un escritor es, sin duda, ‘la vida’; pero una vida transplantada al lenguaje y que, a continuación, brota de él.”
Pero la expresión más acabada de la crítica rothiana a la modernidad, que confunde la verdad con la realidad demostrada documentalmente, está en un artículo que publicó dos veces, en 1930 con el título “¡Basta de ‘Nueva Objetividad!”, y en 1937, llamado “Sobre lo documental”:
“Nunca fue tan grande la ignorancia material de quien escribe, ni tan acentuada la autenticidad documental de lo escrito. Nunca fueron más manifiestas la cantidad, ineficiencia y oquedad de las publicaciones, ni mayor la credulidad con que se acepta su declaración de pertinencia. Nunca fueron los anuncios más engañosos y sugestivos. Así comenzó la más temible de las confusiones, la de la sombra que arrojan las cosas con las cosas en sí. Lo real comenzó a tenerse por verdadero; lo documental, por genuino; lo auténtico, por válido. Es asombroso que, en una época donde las declaraciones de los testigos ante la justicia se describen con razón en la moderna ciencia médica como no fiables, sea más válida la declaración testifical literaria que la representación artística. Se duda de la fiabilidad de los testigos que declaran bajo juramento. Pero se presta al testimonio escrito el mayor de los reconocimientos que existe en la literatura, el de la veracidad. Y si al menos la crítica fuera lo bastante fuerte como para verificar la legitimidad del “documento”. ¡Pero qué va! ¡Sólo se considera fiable la aseveración! No se compara, por ejemplo, la fotografía con su objeto, sino que se confía en el rótulo bajo la fotografía.
Jamás fue mayor, más ingenuo y de menos alcances el respeto por la “materia”. Es la causa de la segunda confusión, la de lo simple con lo inmediato; la notificación, con el informe; la del momento fotografiado, con la vida que sigue; la de lo “grabado”, con la realidad. Así es como incluso lo documental pierde la capacidad de ser auténtico. Se presta al fotógrafo una confianza mayor que a su objeto, y a la placa, una fiabilidad más fuerte que a la realidad. La declaración del fotógrafo es suficiente. Basta la explicación del retratista de que él no ha hecho sino fotografiar. Si se inventa una historia y se dice que se ha estado presente, la historia inventada se cree. El respeto por la autenticidad es tal que se cree incluso la autenticidad inventada. […] No se escribe bien; se escribe sencillo, de modo que pasa por “inmediato”. Jamás se mintió tanto como ahora en lengua alemana. Pero sobre una mentira de cada dos figura la denominación “fotografía”, ante la cual enmudece toda objeción. Se dice “documento”, y todo el mundo queda sobrecogido de respeto temeroso, como en otro tiempo ante la palabra poesía. El autor sostiene que ha estado presente; y se le cree, primero, como si en efecto hubiera estado, y, segundo, como si fuera importante si estuvo o no.
Ya no se sabe que, entre la realidad del “mero hecho” y la expresión de lenguaje con que se comunica, hay una diferencia tan grande como entre un objeto y su sombra.”
Hay cuadros y dibujos bien bonitos, pero yo no sé si colgaría uno de esos en casa. La doctrina fatiga mucho. Si acaso, esas traseras de Dresde, óleo sobre madera, donde a primera vista no se ve a nadie.