Eduardo Gil Bera
Como si fuera perteneciente al sistema operativo de conducta colectiva, con recurrencia estacional, generacional y municipal, a cada paso se repite el mismo movimiento coreográfico de masas desde que hay memoria de comportamiento de las comunidades humanas. De ser un atavismo de cuando los jévenes se iban para formar otra manada o a merodear, y era por su bien, para que se marcharan adiestrados en su arte principal: ser rebañiegos y parecer temibles.
En todo caso, su ingreso en los adultos exigía tener conciencia de montonera y afición a la crueldad. Ser gregario, hazañear para el rebaño y causar espanto, eran obligaciones juveniles. Las ceremonias de iniciación son incontables como las generaciones, y tan antiguas como la tos.
Los jóvenes debían demostrar que eran capaces de aterrorizar. Esa obligación era objeto de institucionalización. Todavía persiste en muchos usos como las colectas festivas, los carnavales, o el botellón. En muchos textos antiguos se muestran a grupos de jóvenes lanzados al dominio violento por medio de la nota colectiva y hasta aterrorizando la ciudad entera. Apuleyo cuenta en El asno de oro cómo Hypata, ciudad de Tesalia, es durante la noche propiedad absoluta de grupos de jóvenes que se dedican a la violencia y al crimen, mientras las autoridades son débiles y complacientes con ellos. Esos jóvenes tesalios se ensañan especialmente con los extranjeros, de modo que dan la nota patriótica y guerrera. También Aristófanes narra en Los Acarnienses que el inicio de la guerra civil en Grecia empezó por un episodio de terrorismo juvenil que deriva en un enfrentamiento entre Atenas y Megara.
Entre las muchas definiciones de hybris hay una en De Virtute de Aristóteles conforme a la cual hay hombres que se procuran placer llevando a otros a la desgracia. Una mera relación de casos históricos en que los jóvenes deben demostrar ser capaces de hacerlo, mediante la eliminación del declarado enemigo o foráneo, y la ocultación de la identidad de los miembros de su manada, ocuparía varios libros.
Plutarco recogió testimonios donde se refleja la idea de la juventud y la guerra que regía en quienes velaban por imponderable bien común. Una vez que los lacedemonios derrotaron a un enemigo fronterizo, la autoridades solícitas reflexionaron que la juventud se hallaría en los sucesivo privada de su necesaria palestra y no tendría oportunidad de combatir, carencia grave que se podría volver contra la propia ciudad. El enemigo y la guerra recibían el significativo nombre de piedra de amolar de la juventud. Así respondió Cleómenes espartano cuando le preguntaron por qué no procuró la total destrucción de los enemigos argivos: “para que tengamos dónde probar a nuestra juventud”.
Es de notar que la idea no es tenemos guerra, ergo usemos a los jóvenes, sino el consejo de moral política: todo reino que cuide el buen orden y salud de su estatus ha de tener una piedra de afilar la juventud, y está demostrado que para eso no hay nada como la guerra, y quien no la conduzca de modo que sea de los jóvenes contra los vecinos, se encontrará con que es de los jóvenes contra la propia ciudad.
A la juventud le corresponde ser temible y demostrarlo en una hazaña de iniciación, hacer como que van a derribarlo todo viene a ser una obligación coreográfica tan vieja como el propio rebaño. Pero nótese que en sí los jóvenes nunca han derribado un orden social, han sido sus pastores mayorencos quienes los han utilizado. Ahí está el ejemplo de Mao: fue él quien usó a la juventud para pasar por la piedra a los viejos, y son aquellos jóvenes, así como los heroicos jóvenes cubanos que castrificaron la isla, los actuales ancianos conservadores del régimen.
También la máscara es un elemento recurrente. Desde el Ku-Klux-Klan hasta los de la boina, desde aterrorizar al negro hasta matar al español, desde el terrorismo de Mau-Mau al de ETA, se aprecia la máscara, el rebaño y la alegría de la muerte ajena. Y la inveterada vileza de que una parte del “pueblo” actúa mediante el terror como si fuera la totalidad.
Ese atavismo del joven temible no sólo es patente ahora en Londres — por cierto, cuánto recuerda todo esto a aquellos grupos llamados Teddy Boys hace medio siglo— y hace un par de años en el extrarradio de París. También se trasluce en hechos menos telediarios, como la adulación de los profesores a los alumnos —por no mencionar la exhibición comprensiva de los opinadores situados respecto a los indignados en busca de situación— actitudes que traslucen el mismo guión del inmemorial teatro atávico.