Javier Fernández de Castro
Dentro de su encomiable esfuerzo por mantener vivo y accesible a Vicente Blasco Ibáñez la Biblioteca Castro publica ahora el Tomo III de los cinco volúmenes que dedicará a sus Novelas, con lo cual el lector de lengua castellana tendrá a su disposición una veintena de obras del genial escritor valenciano. De los cuatro títulos que componen la presente entrega, los dos primeros, La bodega y La horda, pertenecen al ciclo de las llamadas "novelas sociales" y en cierto modo entroncan con Cañas y barro o Arroz y tartana. La mayor diferencia consiste en que en lugar de estar ambientadas en La Albufera, la primera, La bodega, ocurre en el campo andaluz y tiene como tema fundamental los latifundios y los levantamientos campesinos; La horda, por su parte, está ambientada en los miserables suburbios de Madrid y soporta con bastante donaire una comparación no maliciosa con La busca, de Pío Baroja. En cambio la tercera, La maja desnuda, es de ambiente internacional y se lee con gusto pero tiene la desgracia de haber sido alcanzada y sobrepasada por el tiempo, aparte de que los protagonistas juegan con la desventaja de llevar unos nombres que son una afrenta a la credibilidad y la verosimilitud: él, el héroe, es un pintor llamado Mariano Romerales, mientras que Ella, la maja desnuda, es una dama llamada Alberca.
Como todo el mundo sabía que Blasco Ibáñez se inspiraba en su propia experiencia y que buscaba modelos reales para sus personajes, a casi nadie le cupo la menor duda de que la susodicha Alberca era en realidad Elena Ortúzar, una bella chilena que a la sazón era públicamente su amante y que luego pasaría a ser su segunda esposa. Pero digo "casi todo el mundo" porque a Clotilde, la mujer de Joaquín Sorolla, tampoco le cupo la menor duda de quien era la amante desnuda en cuestión, salvo que identificó al pintor de ficción con su marido real y al pobre hombre el equívoco le costó un considerable disgusto.
La cuarta y última de las novelas incluidas en este volumen es Sangre y arena y aunque también ha sido alcanzada por el tiempo, en cambio ha cobrado actualidad gracias a la polémica suscitada a raíz de la prohibición de la "fiesta nacional" en Catalunya y la conmoción que tal medida ha causado en el mundo de los toros. Mientras lea, el lector acabará por preguntarse qué es en realidad esa fiesta que con tanto ahínco defienden los taurinos, pues lo que actualmente se ve en las plazas de toros apenas tiene nada que ver con lo que eran los toros hace ahora justamente un siglo. En cuyo caso el lector acabará preguntándose de paso qué es lo que con tanto ahínco defienden los partidarios de la tradición y la identidad. Ahora que el campo es lo más parecido a un parque temático y que el campesino vive colgado de las subvenciones europeas, la vieja aristocracia rural es lo más parecido a esas cabezas de toro disecadas que cuelgan en los bares de ambiente taurino, y sus hijas más preclaras, esa rubísima y cosmopolita Doña Zol que obnubila al pobre torero de baja extracción, en realidad le proporciona a éste tantas excusas para quitársela de encima que ni el propio Blasco se cree que ella vaya a ser causa última de la previsible hecatombe del héroe y, en efecto, el pobre hombre acaba sucumbiendo a su propia falta de valor y no por las insidias de una caprichosa malcriada. Y otro tanto cabría decir de la ideología, la mentalidad, las costumbres, la vestimenta o las causas más profundas que regían las vidas de nuestros mayores: si nada de todo eso es reconocible hoy, qué es lo que se defiende cuando se habla de identidad y tradición.
Quede claro, sin embargo (y creo que esto bien podría hacerse extensible a gran parte de la literatura del pasado), que tener la paciencia del cazador y pasar páginas y más páginas muy bien escritas pero intranscendentes acaba siendo altamente rentable porque, de pronto, la prosa se libra de aceites y telarañas y se alza con la majestuosa nitidez de la verdad, lo imperecedero, lo que está más allá de cualquier discusión. Y no es necesario que se trate de temas trascendentes. Hablo, por ejemplo, de la prodigiosa descripción del traslado, de noche y al galope tendido, de unos toros criados a una dehesa y que van a ser lidiados en la Maestranza de Sevilla. O de la descripción (sí, a estas alturas) de una procesión de semana santa, también nocturna, o de una reflexión sobre la tauromaquia como elemento civilizador (con respecto a un pasado inmediato aún más salvaje y sanguinario). Son momentos esporádicos y que van apareciendo aquí y allá, pero que son deslumbrantes y justifican de sobras dedicar a estos libros la atención que merecen.
Novelas III
Vicente Blasco Ibáñez
Biblioteca Castro