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La librería de Royo

Por 24 de enero de 2011 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

 

En la difunta librería de Royo había dos incunables que custodiaba un gato peludo de color naranja. Las fábulas de Esopo en vitela dorada con ilustraciones, y un manuscrito gótico de Romancea Proverbiorum, una de las compilaciones de refranes más antiguas conocidas, con algunos pasajes vilmente chamuscados y agujereados por los invasores franceses que saquearon el palacio del obispo de Tarazona. Cierto es que a veces Royo contaba que el Romancea procedía del palacio de los Gaitanes, que tenía un pasadizo que venía de la muralla vieja, bajaba hasta el  río Mediavilla, y naturalmente contenía tesoros; pero, en general, al incunable refranero le atribuía procedencia aragonesa, como al calendario zaragozano. Un día Royo se fue a Basilea con su Romancea y lo vendió a un judío riquísimo, eso dijo. Pero el Romancea seguía visible en la librería de Royo, junto al gato naranja y el Esopo dorado. Sin duda, el astuto de Royo le vendió una copia al judío, pensábamos, o tal vez colocó el original en uno de esos depósitos helvéticos y herméticos. O vendió copias a diestro y siniestro en su excursión suiza, y se quedó con el original para su gato naranja. Royo pasaba por virtuoso de las bromas pesadas y decía que en el Romancea estaba todo el mundo resumido, unas veces recordado, y otras, anticipado.

Muchos años después de la liquidación de la librería de Royo, se hizo patente que, no sólo el mundo, sino también el propio Royo aparecía profetizado en esa literatura refranera: en Los trabajos de Persiles y Segismunda (IV, 1) aparece un peregrino español en Roma que fabrica y vende libros raros, y proyecta escribir uno que se llamará Flor de aforismos peregrinos. El romero cervantino explica así su propósito:  

“A costa ajena quiero sacar un libro a la luz, cuyo trabajo sea, como he dicho, ajeno, y el provecho mío […] Esta mañana llegaron aquí y pasaron de largo un peregrino y una peregrina españoles, a los cuales, por ser españoles, declaré mi deseo, y ella me dijo que pusiese de mi mano —porque no sabía escribir— esta razón: 

‘Mas quiero ser mala con esperanza de ser buena, que buena con propósito de ser mala’

Y díjome que firmase: La peregrina de Talavera. Tampoco sabía escribir el peregrino, y me dijo que escribiese: 

‘No hay carga más pesada que la mujer liviana’

Y firmé por él: Bartolomé el manchego. Deste modo son los aforismos que pido; y los que espero desta gallarda compañía serán tales que realcen a los demás, y les sirvan de adorno y de esmalte.”

A continuación, todos los presentes, damas y caballeros, aportan su sentencia firmada, de modo que el refrán se convierte en un recurso narrativo inesperado. A su vez, el Persiles adquiere entonces un ritmo insólito, y muestra que la característica más importante del refrán en la lengua española es su consideración de forma correcta, porque es norma interiorizada por todo usuario del español que una palabra o un giro avalado por su presencia en un refrán es un recurso legitimado por una autoridad lingüística fuera de discusión. Eso mismo hace que el refrán sea uno de los principales recursos para la transgresión y la ironía, y el origen modélico del conceptualismo y la importancia modélica de la metáfora en español. Y de ahí que fuera un lugar común repetido por Giovanni Miranda y los maestros italianos de español de los siglos XVI y XVII que los españoles tienen una marcada predilección por hablar con metáforas y valoran en alto grado la perspicacia en su uso. La fuerza conservadora del refrán y su consideración de autoridad determina una estructura latente que resiste la erosión e influye en la evolución de la lengua, y es uno de los motivos por los que el lector inglés de hoy se encuentra mucho más alejado de la lengua de Shakespeare, que el español de la de Cervantes.

Una vez liquidada la librería de Royo, quedaban unos pocos libros y algunos abiertos exhalaban su postrer aliento. En la última página de un Quijote descabalado, se leía el cumplimiento de otra profecía refranera. En el final trágico, Sancho se vuelve quijotesco y propone un anticipo manchego del eterno retorno: “Vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada”. Sancho no sólo quiere seguir, también hace un revelación capital: lo tenían concertado. Hacían de Sancho y de don Quijote. Esa última invocación de complicidad triunfa en el alma de cada uno de los lectores, pero ya no en don Quijote, un personaje abandonado por su actor, que encima resulta ser un tipo refranero: “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; yo fui don Quijote de la Mancha.” 


 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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