Javier Fernández de Castro
La tentación de romper radicalmente con el mundanal ruido no es cosa de hoy, así como tampoco es cosa de hoy la convicción de que tal ruptura reportará, a quien se atreva a perpetrarla, una regalada vida. Hubo un tiempo en que romper con la vida propia e ir a buscar refugio en un monasterio para entregarse a la oración y el trabajo era una opción relativamente frecuente. Y si no frecuente, al menos era una más de las que venían a la mente del atormentado deseoso de acabar de una vez por todas con la vida que llevaba y se hacía una lista de posibles soluciones: apuntarse al ejército en ultramar, enrolarse en un ballenero, hacerse domador de caballos en la Patagonia. En fin. Ya se sabe la clase de delirios que está dispuesto a considerar como posibles alguien que está de verdad hastiado.
Difícilmente se podrá tomar Un tiempo para callar como un panfleto financiado por algún abad imaginativo, ni es probable que después de su difusión vaya a ser motivo de un aumento espectacular de las vocaciones monásticas en España. En cambio, y justamente porque es un escrito por entero carente de intencionalidad ideológica, permite casi casi sentir muy de cerca qué veían y qué esperaban de los monasterios quienes buscaban en ellos refugio para sus males. Y tengo la sensación de que esa falta de intencionalidad proselitista se debe fundamentalmente a la situación profesional y espiritual en que se encontraba Patrick Leigh Fermor, en adelante Paddy, cuando escribió este libro.
Después de haber vivido vagabundeando por Europa y Grecia durante los años previos a la II Guerra Mundial –o lo que es lo mismo, habiendo visto y sufrido muy de cerca el ascenso y triunfo del fascismo – y tras una estancia en filas exitosa pero agotadora, pues pasó la guerra en primera línea y llevando a cabo peligrosas misiones en Creta , parece lógico que desease cambiar radicalmente de horizontes y, sobre todo, olvidarse de la Europa en ruinas y traumatizada por la inimaginable barbarie que había supuesto el Holocausto. Además, acababa de conocer a Joan Eyres Monsell, fotógrafa y miembro de una aristocrática familia inglesa que iba a ser su cómplice y compañera durante los cincuenta siguientes años de su vida. Y qué mejor forma de celebrar tan feliz encuentro que un larguísimo viaje por el Caribe. Al regreso del mismo, su situación sentimental estaba sólidamente cimentada pero en cambio tenía ante sí un reto que a todo escritor de raza le llena de angustia e incertidumbre: transformar las experiencias vividas en las Antillas en un libro.
En esa tesitura, y puesto que Joan tenía sus propios compromisos profesionales que atender, Padyy fue a pedir refugio en un monasterio convencido de que la paz, el aislamiento y el silencio le permitirían afrontar sin trabas ni distracciones la intensa, y por lo general muy angustiosa, tarea de escribir un libro. Además el primero.
Resulta curioso releer hoy El árbol del viajero (aparecido en 1950 como fruto de su estancia en varios monasterios franceses) al mismo tiempo que Un tiempo para callar. Porque el texto del primero es una explosión de los sentidos, la experiencia de un hombre joven y que ha salido milagrosamente ileso de la una guerra y que de pronto se sumerge en un mundo cálido, sensual y rebosante de colores, olores y …ese ron que tanto echará a faltar una vez sometido a la disciplina monástica. No cuesta imaginarlo paseando por el claustro envuelto en los cánticos de los monjes en la iglesia, o subir a su celda tras una frugal y silenciosa cena en el refectorio para volver de sumergirse de lleno a la rebosante sensualidad caribeña.
Un tiempo para callar sale de las cartas que Paddy le escribía a Joan dándole noticia del lugar y sus condiciones de vida. Lo importante, para él, no eran sus propias emociones ni las pesadumbres impuestas por la vida monástica. Éstas, lógicamente, se filtran de continuo en el texto pero siempre subordinadas a la historia, la arquitectura, el ambiente y la personalidad de los mojes y sus costumbres. Podría decirse que las emociones y pesadumbres quedaban reservadas para el Caribe y que en las cartas a Joan primaba el irresistible deseo de todo viajero de dar cuenta de lo que ve y de la influencia que ello tiene en su estado de ánimo, es decir la función del viajero como cuerda que tañe el viento a su paso por las abadías y tierras de labranza pero sin ánimo de interpretación ni afán de apoderarse de un protagonismo que corresponde por completo al viento y no a la cuerda. El resultado es una prosa tenue como un velo que siluetease las columnas y capiteles de esos nobles edificios tan maltratados por la historia y tantas veces reconstruidos por sus moradores. Una lectura amena, apacible y que, como digo, trasmite sin distorsiones personales todo lo que supuso para la espiritualidad de Occidente la vida monástica.
Un tiempo para callar
Patrick Leigh Fermor
Ed. Elba