Eduardo Gil Bera
Las notas de sexto y reválida, la primera nómina envuelta en un recorte de periódico que habla de la olimpiada de Munich, la cartilla militar que me define como reservista artillero que ha de presentarse en un cuartel de Logroño, el libro de familia, hay que ver cuántos textos abolidos y fuera de ordenación, textos periclitados que fueron importantes y codiciados hasta lo increíble, textos de lectura difunta y, con ellos, nosotros, que nos vamos pareciendo a papeles que se lleva el aire.
Los antiguos desconfiaban de la palabra para la transmisión de sus arcanos. Había cosas y seres cuyo nombre no debía ser pronunciado. Después, se pasó a desconfiar de la escritura: era algo demasiado claro y de inquietante permanencia. Platón escuchó en Egipto una leyenda que pronosticaba una época —la nuestra— en que los textos harían esclavos a los hombres. Yo escribo y tengo la impresión de que un escrito es una cosa secreta y efímera. Me parece grotesco Epicuro cuando se consuela con la eterna gloria que pronostica a sus textos, y entiendo a Sthendal cuando dice que le es muy penoso hablar de los suyos.
Pero es verdad que los escritos nos tienen encarcelados en una interminable peninteciaría mucho más implacable que aquella amable cárcel de papel de La codorniz. Así manifiesta su omnipotencia esa fatalidad de la que oí hablar a Joaquín Sanmartín en su intervención sobre los sumerios para una exposición que Enki mediante se podrá ver de aquí a un par de años en Caixaforum. Observa Sanmartín que la existencia de todas esas lenguas incomprensibles que nos abordan —no sabemos leer el recibo de internet, ni el del seguro, ni la ley de fincas— es una fatalidad coetánea de la civilización, que es el lugar donde nos atropellan escritos que no sabemos leer.