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Mecenas

Por 16 de diciembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

Cuando estudiaba en la regia e imperial universidad de Olmütz, decidí que escribiría mi autobiografía –llegado el momento, que imaginaba muy lejano–, con un estilo semejante al de Marco Aurelio, el emperador romano que murió en Viena. Yo tenía dieciséis años y rebosaba heroicos pensamientos. También disparates. Con todo, poseía cierto sentido de la proporción y enseguida vi que donde Marco Aurelio ponía: “De mi abuelo Vero, la bondad…”, yo tendría que poner: “De mi abuelo materno, el conde Karl Zichy de Zich, ministro austrohúngaro de la Guerra y el Interior, caballero magiar…” Imposible, me decía, el corsé marcoaureliano no es de mi talla.

Años más tarde, recordé aquellas preocupaciones y dudas de plumífero adolescente. Y me indigné. Tenía veintidós años y aún no había hecho ninguna heroicidad merecedora de fama. En mi diario sólo tenía apuntados algunos duelos sensacionales y un ramillete de aventuras galantes. No aguardé un instante más. Esa noche salí de Berlín y dejé atrás mi juventud. El sol del día siguiente me vio galopar hacia mi destino en la guerra de España. Y un año después, a la vista de Madrid, que íbamos a conquistar y luego ni siquiera nos aproximamos, anoté en mi diario de campaña: “La gloria es la decepción más embriagadora de todas las vanidades humanas”. Me gustaba la frase, era equívoca y vistosa. Pero lo que yo tenía decidido desde que asistí al impresionante entierro de Beethoven en Viena, era cultivar un músico famoso, como mi abuelo, que crió a Beethoven en nuestro castillo hasta que un día se le escapó.

Mi bisabuelo fue gobernador de las provincias costeras del imperio austrohúngaro. Hizo construir el puerto franco de Trieste y reunió en un gran emporio comercial, con franquicias aduaneras, el puerto y todos sus contornos. Luego, en nombre de la emperatriz Maria Theresia, promulgó un Edicto de Tolerancia que daba libertad de culto, negociación y posesión de bienes. Entonces, acudieron a la nueva Trieste gentes de todas partes del imperio y aún de fuera de él: italianos, serbios, croatas, prusianos, eslovenos, moravos, hebreos y griegos. Y se formó la gran ciudad cosmopolita y portuaria de Trieste que arrebató a Venecia, para siempre jamás, la supremacía comercial en el mar Adriático. Nosotros somos antivenecianos: ¿se conoció algún mecenas veneciano? Claro que no. Esa gente ramplona no puede comprender la delicadeza de esta ciencia.

Mi tío abuelo Moritz, que había estudiado con Mozart y era un virtuoso pianista, hizo traer en barco, desde Londres al nuevo puerto franco de Trieste, un magnífico pianoforte fabricado por John Broadwood.  Luego ordenó que lo transportaran en carro de caballos hasta Viena. Además, dispuso una escolta para el valioso instrumento y lo protegió de los asaltadores de caminos y aduaneros. De ese modo, puso en manos de Beethoven aquel pianoforte, que era el único de su clase en toda Austria, y que ahora ha vuelto a mi propiedad.

Beethoven llegó en diciembre de 1792 a nuestro palacio de Viena. Nos lo presentó Haydn, que era visitante asiduo y daba clases a mi abuela. En aquella época, Beethoven tenía veintidós años, era bajete, feo, renegrido y malencarado, y demostró enseguida que era el mejor improvisador al piano que jamás se vio en Viena, incluído Mozart.

Mi abuelo lo introdujo en las casas de la nobleza y le animó a escribir música. Porque Beethoven recibía clases de contrapunto de Haydn y otros maestros, pero aún no había compuesto nada. Todos decían que, si aquellas improvisaciones pasaran al papel, el resultado sería grandioso. En nuestro palacio de Viena, escribió y estrenó sus primeros tríos y otras muchas obras. Al principio, vivía en el ático, luego tuvo su apartamento en la planta baja y, al final, vivía como huésped distinguido en la planta noble, con el resto de la familia. Mi abuelo le señaló además una pensión de seiscientos florines para que no tuviera preocupaciones dinerarias y se dedicara a su arte. 

Beethoven también solía pasar temporadas en nuestro castillo de Grätz, donde se portaba como un oso. Vagaba a grandes zancadas por el parque durante horas. Siempre iba sin sombrero; ya podía llover, tronar o granizar. Asustaba a la servidumbre con sus brusquedades, entonaba melodías a grandes voces y marcaba el compás a patadas y manotazos. A veces, se encerraba en su habitación durante días, sin decir una palabra ni relacionarse con nadie. Sólo se oía su conversación obstinada con el piano.

Un día de septiembre de 1806, fueron invitados a cenar en el castillo unos oficiales franceses. Beethoven había sido admirador entusiasta de Napoleón y le dedicó varias obras. Pero, el día que Napoleón se autocoronó emperador, en mayo de 1804, Beethoven pasó a detestarlo como si fuera su enemigo personal. Esa temporada andaba especialmente malhumorado a causa del fracaso de su ópera Leonora. La crítica fue mala, los entendidos calificaban la música de ineficaz y reiterativa. Y algunos se atrevieron a sugerir a mi abuelo que obligara a Beethoven a efectuar unos cambios eliminando la pesadez del primer acto. Así que tuvo que quitar un aria con coro, un dueto cómico y un trío cómico. Se ve que Leonora les parecía poco seria. Encima, la soprano Anna Milder se negó a cantar el adagio de la gran aria. Durante la velada con los franceses, mi abuelo le ordenó que tocara el piano. Beethoven se negó y mi abuelo se puso furioso. Estalló una terrible tormenta, los relámpagos rasgaban el cielo ceñudo. Beethoven agarró sus partituras y salió del castillo, hecho una fiera en medio de la tempestad. 

Bajo una gran tromba de agua y todos los relámpagos de Silesia, con su mazo de partituras bajo el brazo y corriendo como un bandolero, llegó a Troppau y tomó la diligencia para Viena. La gran ópera que estaba componiendo en memoria de la bella Kunigunde, la reina de Bohemia, quedó destrozada por el agua. Una pena. “Al menos me dedicó la Quinta” decía mi abuelo.

También la bella Kunigunde residió en nuestro castillo de Grätz hace algunos siglos. ¿Acaso han tenido los venecianos jamás algo parecido? Ella era viuda del rey Ottokar II de Bohemia, muerto en la batalla, y se casó con Zawisch, el enemigo de su difunto. Zawisch era un cabecilla de la dinastía de los witigonios, que poseían Bohemia Meridional y se resistían al señorío del rey Ottokar II. Al casarse con la bella Kunigunde, Zawish se convirtió también en padrastro y preceptor del recién coronado rey Wenzel II de Bohemia. Cuando se hizo mayor, Wenzell II acusó a Zawish de ambicionar para sí la corona y le hizo cortar la cabeza ante la muralla de Hluboka. La historia era magnífica para una ópera. Y aunque Beethoven andaba entonces inseguro y desanimado por la mala recepción de su Leonora, habría compuesto una gran obra, pero a Kunigunde se la llevó el agua. 

La relación de mi abuelo con Mozart era distinta. Tenían la misma edad y lo que de verdad compartían sus almas era la pasión por el juego. El viaje que hicieron juntos, de abril a junio de 1789, desde Viena hasta Berlín, con estancias y conciertos en Praga, Dresden, Leipzig y Postdam, fue a causa de haberse hecho creer el uno al otro que tendrían una buena racha. Pero no la tuvieron. Además, los conciertos de Dresden y Leipzig, dados con el objetivo de que Mozart consiguiera dinero fresco para poder seguir jugando, fueron un fracaso taquillero porque se montaron sin previo aviso. La presentación al rey de Prusia, Federico Guillermo II, tampoco fue provechosa para Mozart porque apenas le encargó un par de cuartetos. Lo que sí sucedió fue que Mozart jugó con mi abuelo y perdió. Al cabo del viaje pagó una buena parte, pero aún le dejó a deber más de mil cuatrocientos florines. Y cuando se murió Mozart, mi abuelo se quedó con su ajuar.

Yo, en cambio, algo he aprendido de la delicada ciencia del mecenazgo y a Liszt nunca le he dicho que cambie una semicorchea. Y le he regalado el pianoforte Broadwood y la máscara mortuoria de Beethoven. Y respecto al dinero, hemos decidido que no eche a perder nuestra amistad, y es Liszt quien me paga el sastre y las chucherías.

 


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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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