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El temor y la esperanza

Por 13 de septiembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

Entre los cuentos de los hermanos Grimm, hay uno del que partió para aprender a tener miedo. Después de pasar las aventuras más peligrosas, y casarse con la princesa, seguía sin saber qué era el miedo y no encontraba nada que temer. Por fin, la princesa se enfadó con el porfiado ignorante y decidió ayudarle a aprender. Fue al arroyo e hizo que le recogieran un pozal lleno de madrillas. Por la noche, cuando el hombre sin miedo dormía, le capuzó el pozal con las madrillas vivitas y coleando. Cuando el ignorante se despertó sobresaltado con el agua helada y los peces que se agitaban, quedó sobrecogido de horror y pánico insuperables, y por fin pudo decir: “ahora sé qué es miedo”.

Kierkegaard se refiere a ese cuento en El concepto de la angustia —las versiones españolas de Begrebet Angest siguen el cambio impuesto en 1981 por Reidar Thomte que tradujo como “anxiety” lo que en 1944 Walter Lowrie había traducido como “dread”—, y dice al principio del capítulo V que ésa es una aventura que cada cual tiene que superar: aprender cómo tener miedo, para no verse perdido por no haberlo tenido nunca, o por quedar sumido en él. Y concluye: “quien ha aprendido a tener miedo de forma correcta, ha aprendido lo más sublime”.

Aunque Kierkegaard se embolica malamente con el pecado original y otras curiosidades de la época, tengo por impecable su concepto del miedo como asignatura primordial. Como ejemplo de impostura contraria, se puede echar un vistazo a Ernst Bloch y su Principio esperanza, en cuyo prólogo también se menciona el cuento de los Grimm, pero esta vez para desdeñarlo como propio de la minoría de edad de la humanidad: “Una vez partió lejos alguien para aprender a tener miedo. Eso era más fácil conserguirlo en el pasado, cuando el miedo estaba muy cerca […] Lo importante ahora es aprender a esperar.”

El contraste entre el temor y la esperanza es uno de los temas favoritos de Guiciardini. En su Historia de Italia se repite varias veces su juicio de que en los pueblos y gentes inexperimentadas puede más la esperanza que el temor, y debiera ser lo contrario. Ahí habla el estadista que ve su oficio muy semejante al de domador, y desconfía de las efusiones del animalito, como dice en sus Ricordi (CXL): “Quien dice pueblo, dice animal loco, presa de mil errores y mil confusiones, sin fineza, sin gusto, sin firmeza.”

Es preciso observar que los animales también son susceptibles de negociar esperanza y que la doma consiste precisamente en suscitar ese reflejo. Son domesticables todos los animales en los que es posible cultivar la esperanza en el hombre, una vez que se les ha impuesto el miedo al hombre.

La esperanza es criatura del miedo. Las proclamas de aceptación de lo inevitable que hacen autores que temen mucho a la muerte, como Montaigne o Tolstoi, traslucen su esperanza de conjurar ese temor. Y es una esperanza que les viene del propio miedo porque, sin él, la muerte no les parecería interesante para ejercicio de lucimiento.

 

 

 

 

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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