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A vueltas con la izquierda y la derecha

Por 16 de agosto de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

“Entre los alemanes, para hacer honor a un hombre, se ponen siempre a su lado izquierdo, en cualquier asiento que esté; y toman a ofensa ponerse a su lado derecho, diciendo que para mostrar deferencia a un hombre hay que dejarle libre el lado derecho para echar mano a las armas.” El apunte de Montaigne, consignado en su Diario del viaje a Italia y referido a su estancia en Constanza, es de octubre de 1580. La idea de dejarle al alemán acceso expedito a las armas para que, por ejemplo, nos apuñale con soltura y sin estorbo, parece bienintencionada, pero la tengo por improvisada y sobrevenida. Más verdadera parece la razón de que el deferente pone al godo a su derecha, que es el lado bueno, y el correspondiente a los predilectos, según inveterado rumor. Ponerse a  la derecha del gótico suspicaz sería de la misma índole que apalancarse de entrada en la presidencia de la mesa, contra el consejo evangélico de no hacerlo, sino aguardar la invitación con prudente humildad.

La izquierda de Dios, la del presidente, el lado malo… ¿de cuándo y cómo data el cuento? Tomás de Aquino, experto en orientación teológica, explica así la situación mundial: “Dextra pars mundi est australis; sinistra, vero, aquilonaris”. Que nos atrevemos a entender como que a la derecha del mundo está el sur; y a la izquierda, en cambio, el norte. Eso implica mirar a oriente, conforme a la preceptiva bíblica. Entre los antiguos griegos, se ve que era lo contrario, porque la izquierda  —“skaios” (Σκαιαὶ Πὺλαι, las celebradas Puertas Esceas de la muralla de Troya)— es occidental, de modo que se mira al norte. Para los nómadas de Asia central, la mano izquierda del mundo era la parte oriental, lo que suponía mirar al sur. Los celtas aseguraban creer que los movimientos hacia la derecha traían la fortuna y los dirigidos hacia la izquierda, la desgracia. Esto casa con la idea gótica de que quien pretende ganar el favor de alguien se pone a su izquierda, para hacerle ver que le echará buenos efluvios.

Parecida y aún mayor confusión hay con el sentido de las vueltas en torno a alguien o algo. En la Odisea, “amphipolos” designa a las servidoras de confianza de Penélope, y conlleva la idea de girar en torno a la dueña; ese mismo nombre designa también al sacerdote que así es definido como “uno que se mueve en torno a la divinidad”. Se sobreentiende un movimiento circular cumplido conforme a un rito. Porque el uso de dar vueltas a un centro cargado de fuerza y hacerlo en el mismo sentido que las agujas del reloj es antiquísimo. Se demuestra así veneración y respeto, porque todo lo sagrado y repleto de poder es tabú y peligroso. Las vueltas en la dirección opuesta tienen el efecto contrario. Por ejemplo las vueltas sinistrógiras que se le daban al ataúd, porque el muerto debe ser alejado y advertido de que no vuelva. A lo mismo apunta la costumbre de que las casas tuvieran un “camino de difuntos” que era distinto del habitual para ir a la iglesia, se empleaba para la conducción del cadáver, y quedaba a la izquierda de la ruta habitual. Al llevarlo por esa ruta, el muerto quedaba avisado: “no vuelvas”.

Todos esos requilorios con la izquierda mala y la derecha buena vienen, sin duda, de que la mayoría de la gente es diestra, y así ha sido siempre. Ahora, ¿por qué es diestra la mayoría de la gente? Urgido por tan tremenda cuestión, me bajo al hortal, invoco a san Newton para ver si descubro algo, y ahí está, la he visto y me ha mirado, es ella, la alubia trepadora, que proclama la solución. Las plantas trepadoras no se abrazan a otros tallos de cualquier manera, sino haciendo una espiral sinistrógira. El término sinistrógiro, que viene precisamente de la botánica, quiere decir que mirando a la planta trepadora desde el ápice hacia abajo, aprovechando nuestra superioridad, se ve que gira hacia la izquierda, en sentido contrario al de las agujas del reloj. 

En una torre castilluda, de esas que tienen escalera de caracol por dentro,  al subir tendríamos el eje siempre a nuestra izquierda, y giraríamos siempre en esa dirección. Ésa sería una escalera en espiral sinistrógira. 

En el caso de las columnas salomónicas, los sensibles artífices notaron enseguida que, caso de reproducir la espiral sinistrógira visible en una parra o una glicinia, quedaba una asimetría en el conjunto. Lo cual buscaban contrarrestar, fabricando otra columna pareja, pero con la espiral dextrógira. En casi todos los monumentos, portadas, retablos y baldaquinos (ver, por ejemplo, el célebre de Bernini en el Vaticano) las columnas salomónicas aparecen alternadas, para que haya tantas sinistrógiras como dextrógiras, y se produzca una ilusión de simetría tranquilizadora.

También la industria cordelera y la fabricación de sogas, arte muy antiguo, se basa en la alternancia de torsiones dextrógiras y sinistrógiras, que dan estabilidad al cordón resultante. Y la madera revirada, esa crisis de impaciencia que sufren algunos árboles y les hace crecer en espiral, también suele ser con más frecuencia sinistrógira, y a veces el árbol la alterna, según la edad, con otra fase dextrógira, también en busca de un equilibrio mecánico.

Y siguiendo con la populosa república de las plantas, se comprueba que casi todas las trepadoras tienen volubilidad sinistrógira. No todas, ahí están algunas madreselvas o el lúpulo, por ejemplo, que son dextrógiras. Pero la mayoría es favorable a la espiral sinistrógira, aproximadamente en la misma proporción que los diestros superan a los zurdos.

Esa preferencia procede de una asimetría molecular, porque las moléculas de los aminoácidos que componen las proteínas tienen el carbono central alfa asimétrico, que produce una desviación sinistrógira del plano de polarización de la luz. De modo que ya en las moléculas de los aminoácidos vitales radica el esquema de la espiral dominante.

Si nos fijamos en los movimientos de un deportista diestro, un futbolista por ejemplo, vemos que se apoya en su pierna izquierda y que todo su cuerpo gira en torno a ese eje en un movimiento sinistrógiro que imprime fuera centrífuga a su pierna derecha. Lo mismo en el caso de un lanzador diestro que da vueltas sinistrógiras para hacer que su brazo derecho dé el impulso final. Cuando un diestro salta, bate con la pierna izquierda y ataca con la derecha, y lo mismo cuando arranca a correr. Los movimientos de un diestro, en cuanto trata de golpear o impulsar con su mano o pierna derecha, son sinistrógiros, se apoyan en la izquierda e irremediablemente giran en espiral hacia ella. Así como los de un zurdo son dextrógiros.

Cuando el feto hace su primer movimiento lateral, está impulsado por la médula espinal. Ese primer movimiento que adelantará sus extremidades derechas, en particular, su mano, es sinistrógiro, se repliega hacia la izquierda, lanza la derecha, y repite el esquema de la espiral dominante. En un animal que sólo empleará las extremidades para andar, ese primer impulso sinistrógiro puede tener poca relevancia, pero en uno cuyo cerebro tiene que preparar un software específico para la mano, la cuestión es esencial, se hace diestro. Porque la extremidad que se lanza o adelanta precisa mayores y más específicos cálculos. La puntería, la habilidad, la fuerza medida, la destreza, todo se tiene en cuenta con el máximo cuidado. Esa concentración asimétrica nos hace diestros mucho antes de pensar. En el mundo sinistrógiro los diestros son mayoría.

 

 

 

 

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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