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El lamento del perezoso

Por 30 de diciembre de 2009 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

 

 

 

Imaginemos un tipo que se pasa más de cuarenta años escribiendo sin que nadie le haga el menor caso. Para sobrevivir durante ese largo periodo de tiempo, y pagarse su voluntad de seguir escribiendo, ese autor de suerte esquiva habrá tenido que ejercer toda clase de oficios absurdos, incluido el que mecánico de bicicletas.

                Puestos a imaginar situaciones inverosímiles, pongamos que el susodicho autor, que por más señas es norteamericano, ve uno de sus libros traducidos y publicados en una diminuta editorial de una ignota provincia del imperio. Y que, por aquellas cosas que pasan, el libro se abre paso en la jungla literaria y termina siendo un fenómeno editorial con ventas millonarias en medio mundo. En cuyo caso cabe plantearse: ¿qué clase de obra publicará ahora ese hombre que de la noche a la mañana ha dejado de ser una oscura rata de biblioteca  y es ahora  una celebridad mundial?

                Seguro que, planteada la cuestión a escritores, editores, críticos y demás profesionales que viven del libro muy pocos, o por mejor decir, a ninguno se le ocurriría describir algo semejante a El lamento del perezoso.

                No pretendo decirle a nadie, y menos a un tipo como Sam Savage, cómo debe escribir sus libros, pero cualquier lector con criterio advierte que aquí concurren varios factores adversos, empezando por la imagen elegida como metáfora del protagonista. Porque el perezoso, ya sea en su vertiente animal o humana, merece de entrada toda la simpatía del lector. Pero, al menos en la versión humana, es complicado hacer de él un héroe, ni siquiera en la acepción moderna del antihéroe, debido a la conciencia judeocristiana que conforma al lector medio. Quiero decir: el perezoso humano suscita un primer reflejo de simpatía, o como poco de comprensión, si, como la cigarra, elige la inacción mientras la laboriosa (y odiada) hormiga se labra un sustento para los tiempos duros. Pero – y aquí se pone en marcha el mecanismo de la conciencia moral  del lector – el perezoso se convierte automáticamente en un pelmazo si se lamenta cuando le llegan los tiempos malos porque, al fin y al cabo, él se lo ha buscado.

                El agravante, en el caso del planteamiento de Sam Savage, es que Andy Whittaker, el antihéroe, no es un vago sino un perdedor tan arquetípico que desde las primeras líneas  queda muy claro que no tiene la menor posibilidad de sobrevivir. Con el agravante de que su problema no es la pereza sino la calamidad, es decir, ser un calamidad que no sabe administrar la herencia con cuyas rentas pensaba financiarse la escritura, como tampoco sabe administrar la desproporcionada inversión de trabajo y tiempo en una precaria e insignificante revista literaria de provincias, o en las novelas y cuentos que le han de dar la gloria. Por si fuera poco, ni siquiera administra bien sus relaciones sociales, profesionales y sentimentales, demostrando una rara habilidad  para decir o hacer lo que no debe, y para callarse y no hacer cuando una palabra a tiempo, o un gesto, podrían haberle salvado.

                Curiosamente, El lamento del perezoso resulta entretenida de leer porque, dejando de lado su toma de partido moral, el lector tiene un papel muy activo: se trata de un relato epistolar, montado exclusivamente a partir de las cartas que escribe el desgraciado Whittaker durante cuatro meses. Sus corresponsales son inquilinos que no sólo no le pagan sino que le acosan con toda clase de bajezas;  presuntos colaboradores de la revista, con los cuales tiene una divertida relación de amor odio; peleas con la ex esposa que le abandonó y que le exige destempladamente la pensión; la hermana y la madre, con las que mantiene un doloroso litigio. O incluso una ex amante a la que logra ofender tontamente ganándose a cambio una puñalada que le sangrará lo (poco) que le queda de vida. Son como miles de pinceladas en un lienzo progresivamente cargado de significación y cuya figura final es el lector quien la compone.

 El siempre agobiado Andrew Whittaker dice en algún momento que tiene un montón de novelas en la cabeza y que debe ir dándoles salida para llegar a las más significativas. Podría ser una metáfora del propio Savage, o una promesa de futuras sorpresas tan agradables como lo fue  Firmin, la novela sobre una rata de biblioteca que lo lanzó a la fama tras ser publicada por Seix Barral.

 

El lamento del perezoso

Sam Savage

Seix Barral

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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