
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
¡Mamá!
El título original, Missing Mom, deja bien claro un matiz de ausencia, pérdida, falta. Ese ¡Mamá! que se ha elegido para la versión castellana resulta mucho más ambiguo, sobre todo puesto entre admiraciones. Porque puede sugerir cariño, pero también exasperación, queja, enfrentamiento, riña, odio, lo que sea. Salvo que la Oates, a la que se puede acusar de muchas cosas pero no de carecer de oficio, se ocupa de dejar las cosas claras casi desde el principio: ella, la narradora, vuelve a la casa familiar para celebrar el Día de la madre. Está algo tensa porque su condición de oveja negra la hace susceptible de ser reconvenida pase lo que pase, y eso la pone en guardia. Y en efecto. Nada más abrir la puerta que desde el jardín da acceso a la cocina, su madre exclama a verla: "¿Qué le has hecho a tu pelo?". Quede claro, sin embargo, que suena como si la madre hubiese dicho: "¿Qué le has hecho a mi pelo?". Pequeña pero sutil diferencia, ¿no?
A poco avezado que sea el lector, ya sabe que va a asistir a una pugna sorda, inmisericorde y sin tregua, y que no se resolverá en las cuatrocientas y pico páginas que faltan. Y si además de estar al tanto de las reglas de juego habituales en las novelas de madres e hijas (cosa bastante posible porque últimamente se publican cada año varios millones de relatos sobre el tema), el lector ya ha leído otras obras de Joyce Carol Oates, puede tener una razonable certeza de que en este caso el enfrentamiento materno filial va a llegar envuelto en brutalidades, humillaciones, agresiones físicas con posible violación sumaria y hasta asesinato, no necesariamente entre ellas dos, pero si en el entorno que se creará en el curso del relato.
Sepa, el seguidor fiel de la Oates, que va a encontrar todo ello. Pero no de la forma habitual. La acción transcurre en Mount Ephraim, una población situada al norte del estado de Nueva York y poblada de familias de clase media. Gwen Eaton, la madre, es una mujer de casi sesenta años, viuda desde hace cuatro, madre de dos hijas y actualmente dedicada a dar sentido a su vida colaborando en labores asistenciales para la comunidad y cocinando exquisiteces para su familia y amigos. Todos ellos, por ejemplo, tienen los frigoríficos atestados del celebrado pan que hornea para ellos la infatigable Gwen. Clare, la hija mayor, es una de esas mujeres que entienden la educación de sus hijos como una misión trascendente que le ha encomendado la sociedad y todo lo que implique apartarla un milímetro de su misión recibirá una contundente y merecida respuesta. El padre, cuya presencia se deja notar de continuo por las alusiones de la narradora, fue un hombre ocupado fundamentalmente en llegar al final de su vida sin haber tenido que enfrentarse a grandes problemas y sobresaltos. O sea que se entiende la escasa popularidad de Nikki, la narradora, que a sus treinta y dos años ejerce de periodista en un diario de pueblo, mantiene una relación sentimental con "un hombre no disponible" y, por ende, ahora que se ha emancipado y lleva la clase de vida sexual que le apetece, en su horizonte no hay ni el menor asomo de niños. Cosa que le es continuamente reprochada. Bueno. Eso, y su apariencia, pues viste como una punky y lo que le ha hecho a mi pelo incluye un severo rapado en la nuca y un corte a fondo para quedarse con cuatro pelillos de rata, encima de punta a base de gomina y por si fuera poco teñidos de un color imposible pero a juego con el color de labios y uñas, tanto de las manos como de los pies. Por lo tanto se trata de una familia perfectamente normal, con una hija menor algo rarita, pero no tanto. Allá por la página sesenta y dos el lector avezado empieza a preguntarse cuándo va a empezar la violencia marca de la casa.
En la página sesenta y tres. La madre es salvajemente apuñalada por un ex convicto y la narración emprende un doble camino independiente. De un lado la investigación del crimen, que a J.C. Oates parece no interesarle gran cosa y se lo despacha como por obligación. La otra línea narrativa, en cambio, está claro que la fascina, en parte porque, según ella misma se ha encargado de airear en montones de artículos y entrevistas, es parcialmente autobiográfica. Nikki, la narradora, se transforma de pronto en una especie de Orfeo punky decidido a rescatar a la madre del infierno de la respetabilidad, el amor al prójimo o la disponibilidad de su vida en bien de los demás. Por lo tanto, la humanización de la madre, la entrada de ésta en el reino de los vivos (en contraposición a la muerta en vida que fue durante muchos años) cobra la forma de un ajuste de cuentas sordo, inmisericorde y sin tregua, como siempre que madre e hija se quitan las caretas. Aquí es donde aparecen las brutalidades, las humillaciones y los abusos marca de la casa, pero todo expuesto de deforma sutil, educada y sin perder las maneras. Pocos gritos y portazos. A ratos parece crítica social.
Quede claro que si donde dice lector se pone lectora, ésta puede tener la certeza de que se va a ver retratada de principio a fin. Y que no va a ser un espejo favorecedor.
¡Mamá!
Joyce Carol Oates
Alfaguara