José Saramago
Pronto hará cien años, el 5 de Octubre de 1910, que una revolución en Portugal derribó la vieja y caduca monarquía para proclamar una república que, entre aciertos y errores, entre promesas y desaciertos, pasando por los sufrimientos y humillaciones de casi cincuenta años de dictadura fascista, ha sobrevivido hasta nuestros días. Durante los enfrentamientos, los muertos, militares y civiles, fueron 76, y los heridos 364. En esa revolución de un pequeño país situado en el extremo occidental de Europa, sobre la que ya se ha asentado el polvo de un siglo, sucedió algo que mi memoria, memoria de lecturas antiguas, ha guardado y que no me resisto a evocar. Herido de muerte, un revolucionario civil agonizaba en la calle, junto a un predio del Rossio, la plaza principal de Lisboa. Estaba solo, sabía que no tenía ninguna posibilidad de salvación, ninguna ambulancia se atrevería a recogerlo, pues el tiro cruzado impedía la llegada de socorro. Entonces ese hombre humilde, cuyo nombre, que yo sepa, la historia no ha registrado, con unos dedos que temblaban, casi desfallecido, trazó en la pared, conforme pudo, con su propia sangre, con la sangre que le corría de las heridas, estas palabras: ?Viva la república?. Escribió república y murió, y fue como si hubiese escrito: esperanza, futuro, paz. No tenía otro testamento, no dejaba riquezas en el mundo, apenas una palabra que para él, en aquel momento, significaba tal vez dignidad, eso que no se vende ni se deja comprar, y que es para el ser humano el grado supremo.