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El juicio del Dr. Johnson

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

 

Los Swift son un joven y altruista matrimonio norteamericano que llega a Europa con la misión de establecer contactos en la sociedad inglesa que permitan al Departamento de Estado calibrar la reacción oficial británica ante un eventual  levantamiento en las colonias del Nuevo Mundo, y también calibrar si dicho levantamiento podría dar lugar a una guerra civil. Es decir que, a su manera, los Swift son unos espías.

                Por aquellas cosas de las comedias,  los esforzados  jóvenes no desembarcan en cualquiera de los ajetreados puertos ingleses, donde hubieran pasado  totalmente desapercibidos, sino que aparecen en un agreste lugar de las Islas Hébridas. Allí encuentran a un matrimonio local que, valiéndose de un grueso caldero, está a punto de prepararse (faltaría más) un té.  Con idéntica sinrazón de pronto aparecen por aquella apartada playa tres caballeros que por lo visto  están disfrutando de un ameno paseo. Dos de ellos son el Dr. Johnson y su inseparable James Boswell, que durante toda la obra parece como que vaya pidiendo razones y precisiones de sus actos  a tan sabio doctor con destino a la futura y monumental biografía que escribirá sobre él.

                Cuando se tiene un talento como el que Chesterton tenía no se necesitan mayores mimbres para urdir una comedia que es, de un lado, un preciso análisis político del concepto de nación y de paso del nacionalismo, la nacionalidad, la independencia o la vieja discusión de si la bondad del fin justifica lo canallesco de los métodos. Al mismo tiempo es una crítica social en la que el matrimonio, la amistad, la fidelidad, las costumbres o el amor son pasados por el tamiz de una ironía inteligente y sutil, o sea, amablemente corrosiva.

                Al paso de una continua serie de casualidades y equívocos  sólo tolerables cuando el autor resulta tremendamente simpático y por ende susceptible de serle perdonada cualquier trapacería que le permita llevar las situaciones hasta sus últimas consecuencias, el Dr. Johnson ejerce al final su facultad de juzgar y facilita la huida del matrimonio aun a costa de mentir como un bellaco. Por suerte, ya antes había sido dilucidado eso de los fines y los medios para conseguirlos, aparte de que el taimado doctor niega lisa y llanamente que él haya conocido nunca a los jóvenes espías, por lo que difícilmente ha podido mentir en su beneficio.

                Si ya de por sí resulta ocioso aconsejar a nadie que asista al teatro (aunque sólo sea por las nunca suficientemente alabadas virtudes del directo) esperar del público que lea obras de teatro roza el absurdo.  Y sin embargo hay al menos una poderosa razón que juega a favor de esta obrita aparentemente liviana e intrascendente y que (si no me equivoco) nunca ha sido representada, al menos en España: El juicio del Dr. Johnson no sólo suscita de inmediato el apetito por (re)leer a Chesterton sino que gracias entre otras a las editoriales Valdemar y El Acantilado hay ahora mismo en las librerías seis o siete obras del otrora tan alabado escritor inglés. De paso, fundamentalmente si los posibles lectores pertenecen a la generación de la posguerra, es una excelente ocasión para desagraviar a un autor que tuvo la desgracia de ser apadrinado por el franquismo y ensalzado hasta la saciedad por aquella detestable cohorte de exégetas que aprovechaban las páginas de Arriba y los restantes medios de comunicación del Movimiento para imponer la ideología del nacionalcatolicismo.

                Reconozco que el propio Chesterton les facilitó mucho  la tarea  al abrazar públicamente el catolicismo y al escribir cosas como las biografías de San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino, que no sólo estaban en las bibliotecas de todas las familias decentes sino que en muchas de éstas eran de lectura obligada para los miembros  más jóvenes. Y para terminar de complicarnos la vida a quienes siempre hemos creído que un autor es bueno o malo con independencia de la iglesia que frecuente, Chesterton escribió libros de influencia tan cristiana como El hombre que fue jueves (también de lectura obligada), aparte de la inmensa  y merecida popularidad del Padre Brown.

                Quien sea lo bastante mayor como para degustar, y por lo tanto admirar, la inteligencia y el sentido del humor por encima de las ideologías, tiene ahora una excelente ocasión de repasar la obra de un autor al que otros congéneres más jóvenes (y tan diferentes entre sí como puedan ser Juan García Hortelano o Fernando Savater) no se han cansado de alabar.  Al fin y al cabo es un caso muy similar al de Graham Greene, también católico converso y también de lectura obligada en las casas decentes (entre otra cosas porque tampoco había mucho para elegir) y que no por ello deja de ser un escritor excelente.

 

El juicio del Dr. Johnson

Comedia en tres actos

Gilbert K. Chesterton

Ediciones Espuela de Plata

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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