
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
Me acuerdo más de las chicas que de la Luna. Ese gran paso de la humanidad, la conquista de ese lugar tan incómodo, la pelea por el espacio, la salida del cohete, la llegada de los felices americanos, la derrota de los soviéticos, las narraciones cursis, las poéticas, las emocionadas. Los nombres de los astronautas, el papel de las centrales españolas…Me pareció mejor Tintin y su viaje. Y me quedé fascinado con el viaje de Verne. Será que entonces las chicas no ocupaban tanto espacio como en ese verano de mis dieciséis, caminando a los diecisiete. Para mí la otra cara de la Luna, incluso la cara "A" estaba en la boca de laguna chica y si acaso, también estaba en viajar a París.
Ese era mi viaje espacial. Ir a París, besar en los puentes del Sena, comprar discos, robar libros.
Me gustaba, me gusta mirar a la luna. Pero no pensando en la ciencia, los cohetes espaciales, la ciencia y sus avances. Mirar a la luna como la mira un tonto. Como la mira un enamorado. Quizá como la mira tan cercana un campesino de Segovia. Mirar a la luna incomprensiblemente inmensa como la que vi. una noche desde la cala de Ampurias. Deseando mirar la luna gallega dentro de unos días. Hoy la miro desde La Magdalena. Y en compañía de amigos. Incluso de un poeta. Siempre hay que tener un poeta de cabecera. O mejor dos, para que no me llamen sectario. Hoy quizá cante "sapo cancionero". O mejor "luna, lunera" en versión de Mina. Sí, eso será lo mejor.
Los que quieran conocer las emociones de un adolescente español en los días de Julio que el hombre llegó a la luna, que lean "El viento de la Luna". Una novela de Antonio Muñoz Molina, la última publicada por Seix Barral. Lo importante tampoco era la conquista de la Luna. Lo importante era decir adiós a algunas cosas. Soltar la mano del padre. También era importante la llegada de la televisión. Pero eso es otra historia.