
Eder. Óleo de Irene Gracia
Basilio Baltasar
Nada puede satisfacer más a la jerarquía católica que mostrarse ofendida por el virulento sarcasmo de los ateos. Le complace, y no siempre con modestia, verse asediada por la incredulidad y ser impetuosamente criticada por los furiosos enemigos de la piedad. Esa turba descarriada que clama contra la majestad del único y bondadoso Dios de los romanos.
De ahí el profundo fastidio de los obispos cuando descubren que los laicos no son ateos. O no lo son todavía, o no tienen por qué serlo, o lo serán en sus ratos libres… El adversario que la Iglesia necesita para conservar su lugar en la Tierra debe comportarse siempre como un blasfemo, un irreverente y pendenciero enemigo de la más alta autoridad del universo.
Sin embargo, y con gran enojo del Vaticano, el debate de la laicidad no se entabla entre creyentes y no creyentes. La discusión alude al poder de los clérigos y a los límites que la cultura democrática debe imponer a su pretensión legislativa. El polemista laico no cuestiona el derecho a elegir la creencia más razonable, o emocionalmente más convincente, o intuitivamente más entrañable. No discute los hábitos religiosos y ni se le ocurriría prohibir a los hombres la experiencia de la intimidad mística. Ni siquiera pone en cuestión la perenne tentación metafísica de la filosofía. Esa es otra discusión sobre la que existe una amplísima literatura y numerosas paradojas, muchas de ellas irresolubles. El laico habla de política y se limita a recordar que la esfera pública necesita el arbitrio social de la razón. Las agrupaciones religiosas y las sectas deben respetar la ley y cerciorarse a menudo de no estar violando los más sagrados mandamientos del sentido común.