
Eder. Óleo de Irene Gracia
Basilio Baltasar
Llego al arco de control y me despojo de mis pertenencias. El reloj, las gafas, el teléfono, el cinturón. Doblo cuidadosamente la americana y la deposito en la bandeja. El pasajero que me sigue resopla con impaciencia. Uno tras otro vamos avanzando, deteniéndonos, oyendo el bip que detecta metales olvidados en el cuerpo. Una pulsera, un pendiente. La mujer retrocede y nos mira extrañada, como si fuera la primera vez que intenta subir a un avión. Cuando llega mi turno debo poner los brazos en cruz. El llamado guardia de seguridad procede a cachearme. Lo hace con nervio, buscando en las axilas un resquicio en donde pueda esconderse el artefacto que está buscando. Es entonces cuando truena con furia una voz sobre nuestras cabezas. Con asombro descubro que es mi propia voz la que grita. El llamado guardia de seguridad me mira con sorpresa pero sin miedo (si me viera por dentro sí se asustaría). Tan solo arquea las cejas como lo haría un pastor si una de sus ovejas le ladrara. Le insulto: zoquete, mal educado, energúmeno, etc. Veo que un Guardia Civil se acerca a atender mi protesta. Pero me equivoco. El Guardia Civil exige que le enseñe mi documento nacional de identidad y se mete en la garita para comprobar si estoy en búsqueda y captura. Protesto nuevamente, ante su circunspecta y bien educada indiferencia. Le digo que cuando un usuario de los servicios aeroportuarios protesta por el maltrato recibido no debe ser tratado como un delincuente. Se le debe escuchar y tramitar con garantías su reclamación. ¿Me oye, usted? No, en realidad no oye nada. Ya no está frente a mí. Se ha ido a detener a otro pasajero somnoliento e irritado que a estas horas de la mañana no sabe que es español.