
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Ramiro Pinilla
Tusquets Editores
Desde luego hace falta tener la mano muy suelta – y el ánimo libre de pesadumbres tan ociosas como el miedo al qué dirán- para atreverse a plantear en plena España de los años setenta una propuesta literaria como Sólo un muerto más. Se recordará que en aquella época aún imperaba en España una gran preocupación por la verosimilitud. La literatura debía ser un reflejo de la vida y si acaso alguien se salía de la norma siempre se le podía neutralizar con el exorcismo de la etiqueta: "surrealista", "de vanguardia", "experimental", lo que fuera con tal de conjurar todo peligro de desfachatez, descaro o inventiva que cualquier mente creativa pudiese urdir para sobresalto de las buenas conciencias. Y si ello es válido para los juicios que merecía el estilo en general de una novela, detrás venían los fanáticos desenmascadores de prácticas tan nefandas como el laísmo y elqueísmo, los crucificadores del adjetivo al desgaire o los guardianes de las cosas como deben ser (también "como Dios manda"…).
A lo que parece Ramiro Pinilla escribió esta novela a mediados de los años setenta y la guardó en un cajón sin ninguna razón espec ial, o por la misma (sin)razón que le llevó, después de ganar el premio Nadal de 1960 con Las ciegas hormigas, a desaparecer sin dejar más rastro que Seno, semifinalista del premio Planeta de 1971. Tras estos logros que bien hubieran podido lanzar definitivamente su carrera, Ramiro Pinilla se sumió en un empecinado silencio de casi treinta años de duración. Después se sabría que no había estado ocioso durante ese tiempo porque en 2004 se descolgó con La tierra convulsa, primer tomo de una monumental (y excelente) trilogía titulada Verdes valles, colinas rojas. Además escribió, entre otras cosas, este Sólo un muerto más que, fiel a su forma de gestionar su producción literaria, no había dado a conocer ahora, totalmente a destiempo y plenamente a contracorriente, pero conservando íntegra una frescura lozana y rayana en la desvergüenza.
Véase si no, y de forma muy sucinta, en qué consiste la propuesta: en 1945, y con el desorden de la guerra civil todavía en la mente de todos, un librero de Getxo llamado Sancho Bordaberri decide darle un giro audaz a su (calamitosa) producción literaria. Siendo un devoto de Hammet, Chandler, Cain y demás gurús de la novela negra, y sabiéndose un mediocre imitador del género que encumbró a todos ellos, Sancho el librero se dice obligado a dar un paso adelante y en lugar de escribir cómo decide encarnarse en. Y así es como irrumpe en las calles de Getxo el detective Samuel Sam Esparta, émulo indisimulado del mítico Sam Spade.
Haciendo caso omiso de las miradas de mudo reproche de su madre, que en su día cedió a regañadientes el mejor traje de su difunto esposo para que le fuera adaptado al hijo, y soportando con estoicismo la incomprensión general ("¿Es que vas a misa?", le preguntan sorprendidos los getxotarras cuando le ven entre semana vestido con traje, camisa, corbata y sombrero) el incombustible Sam Esparta se lanza a desentrañar un horroroso crimen cometido en la playa de Getxo antes de la guerra y que continúa impune.
Como mandan los cánones del género, el investigador es un pelma entrometido, un fisgón dispuesto a remover unos hechos del pasado que, al igual que otros muchos sucesos dolorosos ocurrido antes, durante y después de la guerra, todos parecen deseosos de olvidar. Menos él, el encorbatado propietario de la librería Beltza. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene tratar de desentrañar la verdad a estas alturas? También como mandan los cánones, a Sam Esparta las fuerzas oscuras le sacuden a conciencia y hasta tiene una empleada, la fiel y desmañada Koldobike, a la que obliga a disfrazarse y ejercer de secretaria con el pelo teñido de rubio y una falda tubo que la deja sin respiración.
Y, por raro que parezca, si el binomio Sancho Bordaberri/Sam Esparta provoca al principio toda clase de cortocircuitos a costa de la dichosa verosimilitud (tanto en el lector como entre los habitantes del pueblo), unos y otros acaban por aceptar con toda sencillez las andanzas y tropiezos de ese curioso detective que no distingue entre vida y narración porque – y éste es el paso adelante que trata de dar en su carrera literaria – investiga porque quiere conocer la verdad acerca de aquello que está escribiendo. Y es en ese juego de espejos entre "realidad" y "ficción" donde surge la fuerza narrativa desenfadada y desinhibida que engancha desde el primer momento y se va desarrollando con idéntica frescura hasta el final. Cada vez que el presunto detective se presenta ante un paisano diciendo ser Sam Esparta, el interlocutor lanza una significativa ojeada a su atuendo y dice: "Eres Sancho, el de Beltza". Después de lo cual, y unas vez clara las cosas, el interrogado entra en el juego de los espejos y entre equívocos, palizas y falsas pistas, la verdad y la novela acaban configurando una realidad incuestionable.