
Eder. Óleo de Irene Gracia
Basilio Baltasar
Mientras las cadenas de televisión retransmiten la instalación del nuevo presidente de los Estados Unidos, entre el entusiasmo de los entusiastas y la indolencia de los indolentes, reacios a calibrar el impacto histórico (social, psicológico, moral) de lo que durante muchas décadas fue inconcebible (un negro en la Casa Blanca), debemos escribir unas notas apresuradas por la sensación de urgencia que nos empuja.
Hoy concluye una época nefasta pero del catastrófico doble mandato de Bush todavía no se han sacado las conclusiones aleccionadoras: se le imputa la guerra abierta en Afganistán, la guerra abierta en Iraq, el secuestro, tortura y desaparición de un incalculable número de individuos, la destrucción del consenso internacional, el boicot a los protocolos preventivos del cambio climático, la quiebra del sistema financiero internacional y un etcétera que irá en aumento a medida que la sombra de Bush y Cheney no represente ya ningún peligro para los acusadores.
Pero…
Se omite el origen del gran desastre: la sentencia con que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos consagró el robo de las elecciones tras un confuso fiasco en el estado de Florida.
Se omite la impotencia de la democracia: no pudo impedir lo que se consumaba fatalmente ante los ojos de todo el mundo. Los mecanismos institucionales de la república no detuvieron la enloquecida ambición del clan político que se apoderó del Estado.
¿Podrá Obama despejar las dudas que enturbian el prestigio de su país?