Basilio Baltasar
El comentario que José Saramago dedica en su blog a la conferencia que dí en México me anima a publicarla antes de lo previsto.
La deseada muerte del editor
"Recordarán ustedes que hace unas semanas, con motivo de la reciente edición de la Feria del Libro de Frankfurt, el diario El País publicó una entrevista con el conocido agente literario Andrew Willie.
Además de comentar con su característica viveza aspectos de nuestra literatura contemporánea, el agente nos ofreció un impetuoso juicio sobre el mundo editorial y no quiso desaprovechar la oportunidad de ser el primero en anunciar una defunción:
"El editor no es nada, nada"
Obviamente, el diagnóstico está cargado de malas intenciones y publicita, para el que todavía no la conociera, la enemistad puesta entre los editores y este poderoso agente literario. Terrorífico entre los responsables de las editoriales de medio mundo y un verdadero ogro entre sus competidores.
Aunque la agorera sentencia de AW contra los editores no nos agrada, y de hecho la leemos con fastidio, no debemos considerarla una ofensa gratuita. A menudo la hostilidad ajena es la más eficaz ayuda que podemos esperar para enmendar nuestros errores. De ahí que nos convenga entender qué ha querido decir AW y por qué le satisface tanto sentenciar la muerte del editor.
La voluntad política que ha regido el último tercio del siglo XX hizo de la libre circulación de capitales uno de los dogmas más espectaculares de la economía de mercado. La liberalización de los activos financieros –libres sobre todo, como se ha visto, de su propio control contable- adquirió el rango, la potencia y la apariencia de los grandes principios morales de Occidente. Fue un alarde doctrinal, desde luego, pero también una oportunidad para los expertos especializados en la ingeniosa destreza de la especulación.
Hoy sabemos en qué ha acabado el feroz resurgimiento del capitalismo financiero, conocemos la envergadura del destrozo causado a la sociedad y pagamos las consecuencias de un profundo disturbio moral y político. Hoy es visible la consternación producida por el proceso de especulación permanente al que se entregaron las finanzas del primer mundo, pero mientras estuvo vigente la normativa del crecimiento incesante, todo el tejido empresarial fue sometido a un bulímico proceso de adquisiciones, absorciones y fusiones, sin que nadie pareciera estar en condiciones de negarse a participar en el gigantesco festín del capitalismo triunfante.
Las casas editoriales tradicionales -y subrayo lo que desde la Ilustración tiene una editorial de hogar para la cultura- las casas editoriales, digo, también se vieron sometidas o tentadas, invitadas u obligadas a participar en esta enloquecida carrera. Fueron arrastradas por el flujo de las leyes bancarias y obligadas a alterar el comportamiento que durante los dos últimos siglos había distinguido su función social y cultural.
El modelo de relaciones fundado por la Ilustración europea, el nacimiento del intelectual, el diálogo entre editores y autores que vimos tan bien delineado en la historia de La Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, se veía inesperadamente alterado por una traumática colisión.
El modelo de gestión empresarial nacido de la vocación editorial, el compromiso cultural que guiaba sus desvelos, la pasión creativa de esos hombres de letras que son los editores, dispuestos a invertir su esfuerzo, sus dividendos, a veces su modesta fortuna personal, para hacer posible un catálogo puesto al servicio del proceso de evolución y educación social, estaba a punto de sufrir un colapso.
El modelo de gestión de los viejos editores consistía en hacer viable su principal propósito: que la cultura de calidad sea un negocio. Este modelo de gestión debe garantizar, como es lógico, su propia subsistencia y hacerlo sabiendo que esa es precisamente su principal obligación: existir. Existir para tener abierta la casa editorial, para ofrecer sus libros a los lectores, para garantizar a los autores que a pesar de todas las incertidumbres aquella seguirá siendo su casa, y que la misión del editor -encontrar lectores para sus obras- se cumplirá sea cual sea el resultado de los primeros esfuerzos.
Las casas editoriales ofrecían a sus propietarios unos beneficios satisfactorios. La media en Europa durante las primeras décadas del siglo XX apenas fue de un 6% anual, pero eso ya bastaba en un mundo en que el éxito se podía medir por la calidad de las novedades editoriales. Un mundo en que el éxito traducía el valor estético, narrativo, intelectual o filosófico de los libros publicados. Un mundo en que el triunfo era también sinónimo del prestigio alcanzado por el editor entre los más avezados, exigentes y preparados de los lectores.
Pero el inicio de la Era Reagan marcó una frontera con el viejo mundo y si el dinero encontraba en la Bolsa las espectaculares rentabilidades que hemos conocido ¿quién querría entretener sus bienes entre pliegos, manuscritos, correcciones, pruebas de imprenta, devoluciones y exiguas liquidaciones anuales?
Las alteraciones que introdujo el capital bursátil en nuestros equilibrios sociales erosionaron el tradicional modo de hacer las cosas y poco a poco también las editoriales se vieron tentadas por el enfebrecido estilo de perseguir a toda costa los más espectaculares rendimientos.
No soy un purista que condene la lógica del capital y creo que el beneficio en su adecuada proporción es un aliciente y un estímulo en muchas de las actividades humanas. No obstante, en contra de lo que se quiere dar por supuesto, el plan de contabilidad en el que hoy se fundamenta la gestión económica es una primitiva y rudimentaria falsificación de lo real.
En los asientos contables se constata tan solo el coste y la ganancia de la cantidad. Y queda fuera de balance el verdadero beneficio del libro: el valor de la educación intelectual que sostiene la integridad cultural de la ciudadanía y la plenitud de su bienestar espiritual.
Los economistas sauvages que se apropiaron de la legislación vigente, imponiendo sus normas contables difundiendo los anhelos de enriquecimiento veloz, no supieron, ni quisieron, elaborar el plan de negocio que contabilice la calidad. Y a esto nos han condenado: a perder de vista un rasgo fundamental de la industria editorial: la noción de beneficio implícita en la calidad de sus productos.
¿Cuántos líderes académicos, políticos, empresariales, sociales, de rotunda influencia en nuestro tiempo, han visto perfeccionada su tarea gracias a la lectura de los mejores autores, al estudio de las mejores investigaciones, a la práctica metódica del pensamiento crítico que procura el ejercicio de la lectura?
Que tales producciones del espíritu y de la inteligencia no llegaran al gran público no quiere decir que no hayan sido contribuciones decisivas al bienestar social.
El éxito de un libro no debe medirse tan solo por la cantidad de ejemplares vendidos. Hay libros que a través de la alquimia de la lectura minoritaria, a través del discernimiento de los más motivados o capaces de sus lectores, regresan a la sociedad en forma de útiles invenciones, propuestas renovadoras o contribuciones decisivas.
No hace falta detenerse a repasar la biografía de los más preparados ni el desarrollo intelectual de los mejores para entender que sus logros dependen de los buenos libros que han llegado a sus manos.
Pero el modelo dominante no está preparado para asumir la envergadura y amplitud de criterio de una contabilidad que integre en su aritmética los verdaderos beneficios de la actividad editorial.
Algunas empresas editoriales se han visto obligadas a caer en la trampa de confundir la cantidad con la calidad y se han dejado seducir por las promesas de un mercado exclusivamente monetarista.
Es en esta convulsa alteración de valores (los culturales pero también los de la economía sostenible) en dónde la figura del editor parece condenada a desaparecer. La profecía de Andrew Willie no sólo expresa el deseo malévolo de su pendenciero portavoz sino una crítica a las actuales insuficiencias del editor.
Si las editoriales producen tan solo los libros cuyas ventas devuelven la mayor ganancia, si los editores abandonan los criterios de la industria intelectual y se convierten en brokers de best sellers, si prescinden del catálogo sobre el que se cimentó su oficio, si hacen pasta de papel con los ejemplares de su fondo editorial, si acuden a las subastas multimillonarias atraídos por nombres o marcas tan famosos como desconocidos… si todo esto tiene lugar en el seno de las viejas casas editoriales, entonces ¿de qué sirve un editor?
Si el autor no puede disponer del consejero íntimo en el que apoyar una lectura consecuente de su manuscrito, si el autor no puede confiar en la autoridad del sello editorial que respalda la aparición de su obra, si el autor no puede aprovechar el contagio de los grandes nombres que figuran en el catálogo del buen editor… si nada de todo eso se puede encontrar tras la puerta de la casa editorial que antes le prestó cobijo, entonces, ¿para qué tocar esa puerta?
Una vez consumada la traumática transformación de la industria editorial, la aparición de los chacales será inevitable: en realidad el oficio de un agente como Andrew Willie se reduce a saber ser hostil y obtener del ejecutivo editorial un buen anticipo y una buena promoción.
Para este tipo de agente literario, que en realidad no consigue ser más que un astuto subastador, el directivo editorial no necesita saber nada de las materias que publica: ya es bastante con que sepa firmar un talón al portador.
Las garantías las ofrece el agente a sus representados mediante un mensaje: no importa ya qué sello editorial publique tus obras. Lo único que importa es que se mantengan en el escaparate de las librerías el mayor tiempo posible. Que aparezca en los medios de comunicación el suficiente número de veces. Que sea citada por locutores y famosos. Eso es lo que importa. Y de eso me encargo yo.
El editor fue el consejero del autor en la era de la industria cultural y el agente -(¿literario?)- quiere ser el gestor del autor en la era de la industria del entretenimiento.
Esta es la mutación que padecemos. El capital salvaje -la pretensión codiciosa de una rentabilidad desmesurada- se apodera de las editoriales y al modernizarlas, las destruye. Las transforma para satisfacer esa tendencia del consumo masivo que en lugar de querer saber, quiere divertirse; en lugar de querer aprender, quiere entretenerse.
Este proceso de mutación, sin embargo y afortunadamente, se vive con incertidumbre. Aunque los hábitos dominantes parezcan inclinarse hacia la banalidad y la estupidez, la confusión de valores y la ausencia de pensamiento crítico, no todo está perdido.
Existen casas editoriales, existen editores y existen agentes literarios y todos ellos pertenecen, con el autor, a una red de equilibrios sociales, a una estructura de relaciones económicas propias de la industria cultural. Es un tejido de compromisos, efectivamente, pues la viabilidad del negocio depende precisamente de un marco de colaboración que va más allá de lo simplemente monetarista.
El compromiso con la historia, el futuro y el presente de la alta cultura europea sigue vivo entre muchos de los que mientras se dedican al oficio de los libros -autores, editores, agentes literarios, críticos, periodistas y libreros-, trabajan para renovar una tradición imprescindible.
Por eso, precisamente, algunos agentes, fascinados por la voracidad de Wall Street, enervados y tan impacientes como descarados, desean liquidar cuanto antes los baluartes de nuestro oficio y con poca disimulada ansiedad declaran que el editor no es nada, nada.
Ciudad de México, 21 noviembre 2008