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Dictador de mentiras

Por 20 de noviembre de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Se queja uno a menudo de los dictadores, hasta que un día se mira en su lugar. Dictando, pues. Buscando cimentar la validez de un mundo de mentiras por sobre cualquier otra realidad. Un trabajo cansado, durante las cuatro horas que cada día nos tocan, aun prescindiendo de esa ley espartana según la cual quien dicta debe hacerlo de pie. Sucede, aparte, al inicio del día. Las horas luminosas que durante años tan largos nos sorprendieron atados a un pupitre, tomando el dictado -qué labor fastidiosa, en ese antiguo entonces-.

     T llega por ahí de las diez de la mañana y se acomoda al mando del teclado, al tiempo que me afano en conectar la MacBook a la electricidad, las bocinas y un segundo monitor, pues al fin dictador no tolero la idea de no ver línea a línea todo cuanto las yemas de T van transcribiendo. Tenemos asimismo un teclado y un ratón extra, que equivaldría a conducir un coche con volante, palanca, controles y pedales por duplicado. Por no hablar de las papas con limón y piquín, las gomitas dulces, las agridulces y las Coca-Colas, estímulos sin cuya participación no rendiríamos igual. Aunque no mando yo, sino la historia. Presumo, sin tantita vergüenza, que con algo de suerte será ella quien me absuelva.

     Un rasgo que define al dictador, amén que lo distingue de sus imitadores menos agraciados, consiste en pretender que no está dictando. Se levanta la voz, se la modula, se cercena de un tajo la oración para cerrar el párrafo con algún rastro de épica emocional. Se es héroe de la historia, pues de lo que se trata es de salvarle la vida, y para eso hay que hacerla no nada más creíble, sino de preferencia evidente. No permitirle que se deje ignorar. A veces, cuando me gana el cansancio mental de ejercer el papel de lector-narrador-corrector-espectador, no sin cierto bochorno subrepticio me sorprendo dictando con la conmovedora entonación de un burócrata más o menos somnoliento. Mierda, maldigo, doy un trago al refresco y vuelvo a mi lugar con esa gallardía impostada que emplean los dictadores para posar delante del retratista. Igual que ellos, me digo que es preciso sacar partido máximo de este momento histriónico.

     Es la primera y última vez que leo y escribo esta historia al mismo tiempo. O al menos parte de ella. Llega un momento en que tenerlo todo expresado nomás en garrapatas negras lo deja a uno pasmado de incertidumbre. ¿Qué ha contado, qué no? Ya no lo sabe. Reina el caos, la historia no se mueve. No se ve el edificio. De pronto falta el piso, o se teme que sobre. La desmemoria crece, no quisiera uno sentirse holgazán, y al mismo tiempo todo nuevo ladrillo se anuncia redundante. Que ni qué, hay que dictar.

     Una vez que se empieza, con el miedo de un niño a asistir a un entierro, desfilan de repente los tres últimos años de obsesiones. Cuando la narración parece fuerte, la sorpresa es tan esperanzadora como un beso tenaz de la fortuna; cuando se escucha renga, es como si un fiscal enumerara, megáfono en mano, tus peores fechorías y omisiones morales. Se preocupa uno mucho, en este último caso. Debe seguir dictando mientras en su cabeza bailan los titubeos con las dudas; en un descuido siente la tentación de mejor escribirse un libro de autoayuda.

       Llevarle el ritmo a T implica no distraerse un solo instante del dictado. Está pendiente hasta de los resuellos, sus dedos van volando por el teclado y uno pretende que no está pendiente, amén del monitor y el manuscrito, de cada una de sus nuevas reacciones. Las vigilo de reojo y de reoído, me gana todo el tiempo el morbo de enterarme cuáles son los efectos de cada veneno. Quiero pensar que supe emponzoñar las líneas, me aterra en lo profundo que tal vez no sea así. ¿Será por estas y otras causas simultáneas que cuatro horas después no me queda energía para más que tirarme a mendigar calor al sol tacaño? Hoy no ha habido dictado, qué descanso. Con razón los colegas están como están.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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