Xavier Velasco
III. El Factor Cuchurila.
Ten cuidado con esa cajita de madera, que si la abres se sale la cuchurila, solía recordarte tu papá siempre que te llevaba a pasar la mañana en su oficina. Un lugar aburrido en el sentido estricto -noveno piso de una matriz bancaria- y no obstante, a tus ojos, repleto de misterios insondables, comenzando por ése de la cuchurila: un animal pequeño, según él, inofensivo dentro de su caja, que sin embargo podía agigantarse y destruir edificios igual que Godzilla, si alguien osaba abrir la caja y liberarlo. ¿Por qué tenía tu padre una genuina cuchurila cautiva en su privado, que fuera de eso tanto te divertía? Nunca te lo explicó. Le bastaba con repetir la advertencia para alejarte de la caja fatal. ¿Quién, al fin, sino él, que todo lo sabía y lo podía, iba a guardar una alimaña así? La mañana en que una de las secretarias se acercó al escritorio y levantó ligeramente la tapa de la caja, saltaste de la silla y le pescaste el brazo. No, por favor, rogabas, seguramente pálido de pánico. Podías imaginar al bicharajo esponjándose, caminando hacia ti como una vigorosa tarántula. Dentada, melenuda, indestructible.
¿Por qué asustas al niño con esas cosas?, reparaba tu madre, no con gran energía porque tampoco te notaba aterrado, sino presa de un lapsus de miedo y fascinación cada vez que la extraña criatura aparecía en una conversación. Sonriente -quién sabría si no reprimiendo la abierta carcajada- tu padre tendría ya que adivinar en ti el deseo profundo de abrir la caja y conocer la pinta del terrible animal. Pues no era suficiente con mirarlo en sueños, había que tocarle la melena.
Como pasa con virus y ponzoñas, a menudo los miedos contienen el antídoto que los anula. Si un día te atenazan y paralizan, llega siempre la hora de plantarles cara, no bien la tentación se hace más grande que ellos. Por algo el verdadero arrepentimiento -el que más duele, al menos- suele relacionarse menos con lo que hiciste que con lo que dejaste de hacer. Prefiere uno meter la pata entera a quedarse por siempre con la duda de todo lo que hubiese podido pasar. Está además aquel llamado turbio que no te deja en paz. Anda, ven, salta, dice, con la certeza de quien te conoce y sabe que no vas a quedarte con la curiosidad.
Reconoces la voz, aunque ya no te asusta como entonces. Es por cierto la misma cuchurila madre, un tanto envejecida luego de tanto reproducirse. Has crecido, además. Podrías, en un descuido, trepártele en el lomo; no en absoluto como un gesto suicida sino justo lo opuesto. Algo adentro te dice que si no domas a esa cuchurila no habrás sobrevivido del todo. No valdría la pena, vamos. Y el punto es que los tiempos de temor te dejaron la noche de los sueños sobrepoblada de cuchurilas. Puedes verlas si cierras los párpados con fuerza, ya pelan los colmillos y aumentan velozmente de tamaño, no bastaría medio millar de cajas de madera para contenerlas.
A la postre ya sabes que todo era verdad. Las cuchurilas no solamente existen, también crecen y arrasan con casas, edificios y paisajes. Peor todavía cuando se las esquiva o se pretende que jamás existieron. Vale más enfrentarlas, cuchillo en mano, para que de una vez se vayan educando. Turn around and face the strange, decía la canción del duque Bowie. Me gustan los problemas, no existe otra explicación, aseguraba otra del conde Calamaro. Por eso, ahora que intentas explicarlo, prefieres que el trabajo lo hagan las cuchurilas. Quién mejor que ellas para hacerse entender.