Xavier Velasco
Hay quien opina, con razones muy sólidas, que lo más importante de Barack Obama es su color. Me pongo en su lugar: ¿aceptaría yo, en un país regido desde siempre por negros, que se celebrase el más importante de mis triunfos básicamente porque soy blanco? Supongo que me sentiría indignado. Nada hice por nacer de este color, me gustaría pensar que tengo algún encanto añadido. Voluntad, por ejemplo. Inspiración. Visión. Fe. Terquedad. Astucia. Cualquier cosa que vaya más allá del pigmento. No deja de alegrarme que en tan pocos años un país entero haya sido capaz de revolucionarse hasta vencer a sus prejuicios menos presentables, pero tal no es problema de todos. Me sigue pareciendo primitivo, y hasta un pelito imbécil, que a uno lo señalen y clasifiquen por su color, tamaño o apetito. Igual podrían clasificarnos según nuestra manera de sudar, escupir, estornudar, rascarnos. No celebro, por tanto, que la presidencia de los Estados Unidos la ganara un negro, que como cualquier blanco o amarillo bien podría ser un bestia o un sociópata, sino que haya caído en manos de un sujeto admirable por muchos motivos, entre ellos el de ser más grande que los prejuicios ajenos.
Creo recordar que era Wole Soyinka quien dijo alguna vez, durante una entrevista, que cuando se trataba de saber si sus interlocutores eran proclives al racismo, no tenía más que soltarse diciendo tonterías grandilocuentes y palurdas. Si los otros atendían a semejantes opiniones con esmero y procedían a darle la razón, no había duda: eran unos racistas de mierda. No quiere uno que lo detesten por ser blanco, pero tampoco que por eso lo prefieran, o que lo privilegien compensatoriamente, o que incluso le nieguen el derecho a ser considerado un miserable, o un inepto, si en ello se empeñara. Es una vejación ser juzgado en manada, por más que el juez se empeñe en absolvernos.
La sola idea de absolver a Barack Obama por su color tiene el hedor de una satisfacción no pedida. ¿Qué más me da de qué color sea Obama, si de cualquier manera ya me parece incomparablemente más civilizado que buena parte de sus predecesores en el cargo? ¿Acaso un individuo como Richard Nixon habría sido mejor de haber nacido en Harlem? Más celebrable al fin me parece creer con firmeza y entusiasmo que ese tal Barack tiene que ser una persona decente. Suceso harto infrecuente, incluso exótico. Como raro sería que el tema de la raza se esfumara, y con él se llevara al tema del racismo. George W. Bush podrá ser un burrazo, pero eso no nos hace a los demás caballos. Me aburre francamente el asunto de la raza, parece más que nada asunto ganadero. ¿Preferiríamos tal vez que en lugar de Obama estuviera Condoleeza Rice, que además es mujer y así consumaría un doble progreso? Si algo, en suma, creo haber aprendido del discurso del presidente electo en el parque Grant, es que de poco vale mirar hacia atrás.
No es fácil, ni quizás inteligente, creer en las palabras de quien dice admirarnos por el solo hecho de ser iguales, si para eso tendríamos que superarle. Es por supuesto muy saludable que la mayoría blanca entienda hoy lo que siempre debió serle evidente, pero insisto, no todos teníamos ese problema. Teníamos, en cambio, a George Bush Jr. Un tremendo zopenco puritano. Se está cayendo el mundo y ese bestia sigue ahí, ayudando hasta a quienes votaron en su contra a ser juzgados en multitud. Pinches gringos, ¿no es cierto? Y también, fuckin’ mexicans. Uno al final conserva el derecho se ser tan pinche y fuckin’ como se le antoje, pero ayer la lección fue diferente. Hay de gringos a gringos, y por supuesto hay mexicans tan o más pinches de lo que cuentan ciertos fuckin’ gringos. Pero a muchos eso nos viene igual, especialmente luego de una noche en que muchos millones de forasteros fuimos negros y gringos emocionales y creímos que al fin había amanecido. Amén. O en fin, Oh, man.