Xavier Velasco
IV / Cara, carita, careta.
No poder hablar de algo es obligarse a pensarlo dos veces. Se envicia uno craneando caminos alternos, bifurcaciones prontas, puentes posibles; asuntos que se impuso el deber de callar porque es más grande el miedo que el deseo. Ahora bien, el miedo es un enano bravucón. Eso queda bien claro cada vez que un impulso de osadía basta para inducirlo a correr despavorido. El problema es que nunca se va, lo suyo es ocultarse detrás de los arbustos y regresar a rastras a su parapeto. No tiene dignidad, solamente ese instinto pordiosero que le lleva a adular a quien lo ha despreciado. Es rápido, además. Crees que lo enviaste lejos tras la última patada, vuelves la vista y aquí está otra vez, al mando de tus peores titubeos.
Cierta vez, mientras compartía escenario con el pianista Hermeto Pascoal en el Festival de Montreux, Elis Regina tuvo un acceso de pánico. "¿Qué estoy haciendo aquí, yo que sólo soy hija de una lavandera?", confesó luego haberse preguntado. Desafinaba, improvisaba mal, no conseguía estar ahí del todo. Era aún la primera mitad del concierto, pero ya parecía el más hondo nadir de su carrera. Luego del intermedio, el público asistió a una de las más grandes noches de su carrera, que algunos rememoran como una lucha a muerte entre pianista y cantante. Soporta el miedo, al fin, que lo eche uno a patadas cuantas veces se ofrezca, pero nada lo jode y lo avergüenza tanto como que uno lo obligue a trabajar para una causa opuesta a la suya. Ser el mejor aliado de la osadía la gran pesadilla del miedo, pues le augura un futuro de esclavo.
"Todavía me sucede. Puedo estar en un sitio y de la nada ensimismarme. Introvertirme. Querer únicamente estar en otra parte." ¿Quién creería que esto lo dijo David Bowie, cuyas extroversiones legendarias gozan de popularidad universal? Ya sea porque nunca tuvo la fuerza para rebelarse contra ciertos demonios, o porque la ha tenido demasiadas veces, a uno de pronto no se le da la gana seguir dando la cara por sí mismo. Pesa mucho la cara, en ocasiones. Pesa también la expectativa ajena, qué les hace pensar que va uno a estar de humor para representarse dignamente. Dan ganas, de repente, de enconcharse, escurrirse, esfumarse. No siempre el tímido está lleno de miedo, a veces la que manda es la pereza, que suele ser más fuerte, digna y resistente.
Cierta vez, durante una mesa redonda cuyo tema de nada sirve recordar, uno de los participantes sólo tomó el micrófono para informar al público que era un tipo muy tímido y no sabía qué diablos estaba haciendo ahí, motivo por el cual ya no diría ni pío hasta el fin del evento. Ninguno de los otros se llevó una ovación tan cerrada y cariñosa. Y es que la timidez, como espectáculo, rivaliza de pronto con la extroversión. A la multitud tímida le compensa asistir a la capitulación pública de otro introvertido, se ven representados por el honesto pánico escénico del otro. Pero no hay que engañarse. Sentir miedo no es mérito; confesarlo, en lugar de combatirlo, ayuda a pertrecharse de empatías más o menos lindantes con la piedad. Vivir acorralado por la autocensura es dejar de vivir, discretamente.
Hace unos días, los marchantes de Amazon dieron una noticia espectacular: las máscaras de Barack Obama se han vendido un ocho por ciento más que las de John McCain. Hay quienes piensan que se precisa mucha valentía para andar en la calle con una de esas máscaras, pero la mayoría estará de acuerdo que falta aún más valor para quitárselas.