Javier Fernández de Castro
Jorge Ángel Pérez
Bid & co.editor (Caracas, Venezuela)
Virgilio Piñera fue un poeta y dramaturgo cubano cuya obra le valió un gran prestigio (pasa por ser el primer representante del teatro del absurdo) pero cuya nunca negada homosexualidad le costó ser condenado al ostracismo por las autoridades castristas. Fumando espero narra el inicio del exilio bonaerense de Virgilio Piñera, donde convivirá con personajes públicos tan variados como Perón y Evita, Jorge Luis Borges, las Ocampo, Josephine Baker o un Witold Gombrowicz realmente insólito y casi irreconocible para el lector normal.
Quienes gusten de los relatos tremendistas, barrocos, extremistas y disparatados no deberían dejar pasar la ocasión de comprobar si este libro – por otra parte original y bien escrito- les ofrece la clase de sobresaltos y emociones fuertes que ellos le piden a un relato.
José Ángel Pérez, el autor, parece ser hombre al que le gusta el riesgo y llevar las cosas hasta el extremo. El problema es que a ratos va tan embalado, o le fascinan de tal modo las posibilidades expresivas de lo que está contando, que da la sensación de no saber parar a tiempo. Y como les ocurre a los toreros tremendistas, a fuerza de alargar la faena les van cayendo amenazadores avisos que acaban desluciendo sus méritos.
El lector tendrá ocasión de comprobar la clase de desmesura a la que me refiero según vaya pasando episodios como la etapa infantil del Piñera identificado con Madame Pompadour, la presentación de los personajes con los que convive en la pensión bonaerense (por otra parte geniales) o las diversas aventuras con la vidente cegata. Pero donde más expresivamente se ven la ventajas/inconvenientes del gusto del autor por llevar las cosas hasta el extremo es cuando al Virgilio Piñera alumno de una escuela militar le da por seducir a un guapo compañero recurriendo a una decoración artística de su pubis y aledaños. Según José Ángel Pérez, con la sola ayuda de unas tijeritas y las pinzas de cejas de mamá es posible tallar un "pubis churrigueresco" en el que unas escenas del Beowulf pueden ser sustituidas por otras de Rolando y la retaguardia de Carlomagno con olifante y todo, pero que dejarán paso a su vez a Tristán e Isolda, finalmente sustituidos por el Cid y doña Urraca, Bellido Dolfos y el rey Sancho como comparsas. A esta clase de exceso en la tauromaquia lo conocen por cargar la suerte y es una práctica que tiene tantos partidarios como detractores. Para compensar, la secuencia se acaba con un apocalíptico incendio y la correspondiente intervención de los bomberos, uno de los cuales, por descontado que muy apuesto y viril, da ocasión a una cómica situación a costa de sus dos mangueras, una, la reglamentaria, y otra, la propia. Y conste que la terminología corresponde por entero al ardoroso Virgilio Piñera, un irredento entusiasta de las mangueras.
Al mismo tiempo, Jorge Ángel Pérez demuestra ser un eficaz usuario del leitmotiv. Una simple manía del personaje -quiere ser inmortal y para ello busca un embalsamador que le asegure la pervivencia de sus manos, que son lo más bello de su cuerpo- le permite usar ese motivo como punto de referencia en los continuos saltos de tiempo y espacio, pero también para imbricarlo en la narración casi como un personaje más. Desde el fallido intento de ver en Buenos Aires el cuerpo embalsamado de Manuel de Falla (el autor del Amor brujo murió en la ciudad argentina de Córdoba y fue debidamente preparado para el traslado a su Cádiz natal) hasta la creación de un disparatado comando cuya misión será atentar contra el cuerpo de Evita Perón, Jorge Ángel Pérez sabe sacarle un enorme partido al embalsamamiento. El cual es un deseo de pervivencia que deja traslucir inequívocamente la angustia que le provoca la suerte que ha de correr cuando regrese a Cuba y sea perseguido, encarcelado y ninguneado por los valientes revolucionarios castristas, tal y como le predice una nueva vidente, esta vez rusa, que ha venido a sustituir a la cegata. Y todo sigue así hasta el final.