Clara Sánchez
Uno de los momentos más placenteros de mi austera vida es cuando voy una vez al mes al salón de belleza. Lo llamo así un poco rimbombantemente porque se trata de un pequeño cuarto al fondo de la peluquería. Aunque quizá me quede corta porque ese pequeño cuarto se convierte en un santuario cuando Susana, la esteticién, baja la luz, pone música de pájaros y agua corriendo y comienza a hacerme el masaje facial tras haberme limpiado los poros. El mundo de allá fuera deja de existir. Me imagino riachuelos corriendo y aves entre los árboles que bajan a beber. Me imagino en un vergel, en el jardín de un palacio árabe. Me imagino como una princesa debidamente atendida y cuidada.
A veces Susana, mientras sus dedos recorren frente y nariz, me cuenta cosas increíbles de la vida, que a mí como princesa me asombran. Me dice que vive en el quinto pino y que se pasa aquí el día entero de pie derecho abriendo poros, pero que le gusta porque sabe que cuando salimos de su vergel nos encontramos más relajadas y contentas y que si la gente está contenta el mundo va mejor. Entonces pienso que yo a Susana le daría el premio Príncipe de Asturias de la Concordia.
Pero llega un momento en que los pájaros se callan, el agua deja de correr, se enciende la luz y tengo que abrir la puerta del pequeño cuarto y salir al mundo implacable, a la espera de que el Acelerador de Partículas encuentre el bosón de Higgs.