Marcelo Figueras
Me dio mucha pena la noticia de que Paul Newman abandonó el hospital, decidido a pasar los últimos días de su vida en su propia casa. Enfermo de un cáncer de pulmón (galopante, como suelen serlo una vez que se han revelado; mi madre murió a causa de uno de ellos en cuestión de meses), Newman cambió los cuidados intensivos y la tecnología de punta por el lugar amado. Por lo cual se hace preciso que corrija la frase del comienzo: me dio pena la noticia de que Newman agoniza, pero el hecho de que decidiese morir en su casa me otorgó algo parecido a una alegría serena. El maravilloso actor de Hud y Butch Cassidy parece además ser sabio en un arte que nuestra sociedad nos retacea: el de morir con gracia.
La cuestión me ronda la mente desde hace algunas semanas, cuando un amigo me confesó que su madre estaba muy próxima al fin, y que con su familia habían decidido apartarla de hospitales para permitirle apagarse en su propia casa. Se trataba de una mujer muy mayor, enferma de Alzheimer; un mal que, ya de por sí, lo dificultaba la posibilidad de reconocer dónde estaba y a quiénes veía. ¿Por qué aumentar su angustia y su desorientación internándola en un lugar del todo ajeno, y lleno de gente desconocida? La opción menos violenta era conservarla en su hogar, controlada médicamente de manera estricta pero de todos próxima a sus cosas, a sus aromas, a su cocina, a su cama. Consecuentemente, se extinguió en el sueño. Todas las muertes nos dejan un regusto de injusticia (¿quién puede convencernos de que ese era el momento adecuado, de que el final no podía haber esperado un tiempo más?), sin embargo la suya se pareció mucho a una muerte dulce.
Este mundo nuestro vive en una negación tan grande respecto de la muerte, que prefiere voltear la cara y permitir que las mayorías experimenten muertes violentas -lejos de casa, entubados, rodeados de rostros extraños- antes que asumirla con sabiduría. Lo cual empeora cuando se comprende que sólo la gente que está en condiciones de pagar servicios privados puede ofrecer a los suyos una muerte digna.
Deberíamos educar y ser educados sobre la muerte desde muy temprana edad. Nunca es demasiado temprano para aprender. Nunca es demasiado tarde para cambiar -a no ser que la muerte misma nos sorprenda desarmados.