Marcelo Figueras
¿De qué va la novela Mi nombre es Rufus, de Juan Terranova? No, ya sé que cuenta la historia de una banda ficticia de punk argentino llamada Birmania, y que Mi nombre es Rufus viene a ser el título de una canción de su único disco, pero la pregunta sigue siendo válida: ¿de qué va? Porque no va sobre el punk, eso está claro. Su narrador innominado, guitarrista de la banda ya disuelta, ni siquiera es un punk hecho y derecho. Los punks no aprecian la bossa nova ni el método Carlevaro para aprender guitarra, el mismo hecho de aprender a tocar el instrumento va en contra de su ideología. Tampoco es la historia política del punk local, esa ‘historia social y llena de miseria y de energía’ que tal vez haría falta escribir. Por algo el narrador se niega de plano a esa lectura. ‘Yo no la voy a escribir’, dice con todas las letras, para a continuación desafiar al lector a dejar de serlo: ‘Escribila vos, si tanto te gusta la idea’.
Quizás haya que hacerle caso a Mick Jagger, cuya opinión transcripta por Don Was aparece en el texto. ‘La música no es sólo acerca de la música’, dice el libro que Jagger dijo en 1994: ‘Es acerca de un montón de otras cosas… qué otras cosas estaban pasando ese año, cuáles eran los cortes de pelo, las modas las actitudes’. En ese caso, Mi nombre es Rufus tampoco sería sólo acerca de su materia novelística: la historia que presumiblemente contaría, los personajes, esos elementos propios de la forma narrativa escogida. Ni siquiera trataría sobre las cosas que ocurrieron en la Argentina -muchas, casi todas terribles- durante el tiempo que Birmania existió como banda. La novela alude a esos hechos para que quede claro que elige no narrarlos (si tan importantes te parecen, narralos vos), o mejor: los articula en el texto en el mismo plano que dedica a los gemelos birmanos Htoo, el disco Good de Morphine y las virtudes de Internet. Distintas vistas del mismo paisaje mental, las piezas del rompecabezas que hay que componer -como se compone un tema musical, por cierto.
Vaya a saber por qué (la cabeza funciona como quiere, espero que Terranova no se ofenda), después de terminar Rufus pensé en The Curious Incident of the Dog in the Night-Time, la tan popular novela de Mark Haddon. No existen similitudes evidentes entre ambos libros, pero se me ocurrió que había una sintonía en el procedimiento. En The Curious Incident, el narrador -otra vez en primera persona- es un niño que sufre del síndrome de Asperger, una variante del autismo. En consecuencia, piensa el mundo y describe los hechos de acuerdo a las mínimas nociones de que dispone, y a su escasa experiencia. (Todos los narradores hacemos lo mismo, pero The Curious Incident subraya el mecanismo por la vía del absurdo.) La voz que cuenta Rufus funciona de igual modo: habla a partir de lo que sabe -ante todo la música, pero también de algún hecho real, de libros, de conocimientos obtenidos por vía googlesca- pero con conciencia de estar hablando además de otra cosa, del mismo modo en que la música de Birmania era punk y algo más en simultáneo. ‘Ya en ‘Mi nombre es Rufus’ había progresiones armónicas que excedían el lenguaje original del punk’, dice el narrador hablando de la canción y de la novela a la vez.
Entre otras cosas, es posible que Rufus trate del enojo de los narradores argentinos de hoy con los narradores argentinos del ayer interminable; del deseo de construir algo parecido a un punk narrativo, para oponer a los Rick Wakeman y los Keith Emerson de nuestra literatura. El narrador cita a Clapton, que habría dicho alguna vez: ‘El asunto con los Sex Pistols fue que ellos estaban realmente enojados con toda nuestra indulgencia’. La palabra no puede ser más precisa: si algo define la literatura argentina de las últimas décadas es su autoindulgencia. Quizás no sea casual que, al presentar Rufus en Buenos Aires, el escritor Hernán Vanoli haya hablado de ‘pegar cascotazos’ y también de ‘pegar algunos gritos’. Por fortuna Rufus hace mucho más que eso. Pegar cascotazos supone la existencia de un muro o de una ventana, pegar gritos supone la existencia de un oído. Y en este caso no hay nada ni nadie a quien voltear, y nada ni nadie a quien ensordecer. El narrador sabe bien que el paisaje que habita es el del ‘silencio de la noche’. Si lo escucha lo suficiente, encontrará su música.
A diferencia de sus predecesores, Terranova no está buscando un clavo en la pared del canon para colgar su chaqueta. Lo que lo mueve es algo más primal, y por ende más puro: una ansiedad que entiende como potencia. ‘Uno siempre quiere más. Más sonido, más fuerte, más rápido, más lejos…’
Préstenle atención a Terranova. Siempre quiere más.