Marcelo Figueras
Lamento no haber visto antes Leonera. Porque entonces habría recomendado calurosamente que fuesen a verla y ahora les va a resultar difícil, por lo menos en Buenos Aires: la película sólo está en cartel en horarios rarísimos. Pero quizás fuera de la Argentina haya tiempo, en la medida en que todavía se la esté por estrenar. Y en fin, siempre queda la opción del DVD.
Leonera es el quinto largo de Pablo Trapero. Vi su debut, Mundo grúa, hace casi diez años. La película me impresionó positivamente, sin dejar gran huella; en general me gustan otro tipo de películas, con un trabajo narrativo distinto. (¿Más ‘escritas’, quizás? Es posible: considérenlo una deformación profesional.) La prensa especializada de entonces le hizo un flaco favor, al ensalzarla como si se tratase de la respuesta argentina a Citizen Kane, y al hablar de Trapero como el Mesías en su segunda venida. Tanta payasada me alejó de la visión de sus films subsiguientes, El bonaerense, Familia rodante y Nacido y criado. Pero la visión de Leonera me convenció de que había sido un tonto, y que se imponía ver los Trapero que me perdí en este tiempo. No porque suponga que Mundo grúa es algo distinto de lo que vi -una buena película, con un gran personaje y un feel casi documental que distrae de la pericia narrativa del director-, sino porque Leonera me confirmó que esa pericia narrativa ha crecido exponencialmente. Además su universo ha ido calando en mí de a poco. Tanto Mundo grúa como Leonera son de esas pocas películas del cine de ficción que resultarían indispensables si en el futuro uno se preguntase cómo era la Argentina profunda de estos tiempos.
La anécdota sigue siendo mínima, como en Mundo grúa: Julia (Martina Gusmán), una chica de clase media, va a prisión por un crimen pasional, perpetrado en circunstancias confusas. Su embarazo incipiente la ubica en el pabellón de las presas que también lo están o que han parido una vez convictas. La ley les permite criar a sus hijos hasta los 4 años, después de lo cual deberían ser entregados a familiares directos o puestos a disposición de Minoridad. Aunque privada de libertad (aquí se le dice ‘leonera’ a la cárcel), Julia avanza desde la niebla inicial -cuando ni siquiera está segura de haber matado, cuando detesta su vientre preñado-, que la sumía en la peor de las apatías, hasta su definición como madre de Tomás y por ende en leona. Ese tránsito, que supone la transformación de la palabra peyorativa en bandera –‘leonera’ ya no prisión, sino casa de las leonas-, constituye el arco narrativo del film.
Es verdad que hay una intención narrativa más desarrollada que en Mundo grúa. Pero los tramos en que opera son los más débiles de la película. La subtrama que incluye al brasileño Rodrigo Santoro habla más de las concesiones que los directores argentinos deben hacer para obtener una producción decente que de las necesidades de la historia misma. Por el contrario, cuando Trapero se concentra en la vida en la prisión o narra con apuntes tan pequeños como despojados -la naturalidad con que las mujeres se entregan a sus necesidades afectivas y sexuales, el niño pequeño que no conoce más hamaca que una reja abierta, y que más tarde se sentirá perdido en libertad-, produce secuencias poderosísimas.
Trapero es una cosa seria. No sé si de aquí en más tratará de integrar mejor sus imágenes al andamiaje de un argumento, o si se concentrará en esa narrativa seca y despojada que tan bien maneja. Lo cierto es que ya ha encontrado su voz, y que yo voy a estar allí siguiéndole los pasos.