Marcelo Figueras
Siempre encuentro nuevas razones para volver a Shakespeare. Leyendo las dos partes de Henry IV, se me ocurrió que habría que recomendar el estudio de sus obras ‘históricas’ -además de las tragedias, por supuesto- antes de abocarse a la Historia con mayúsculas en escuelas y universidades. Cualquiera que lea Titus Andronicus, o Julius Caesar, o Henry IV, o Macbeth, estará mejor preparado que nadie para saber por qué hacemos los hombres determinadas cosas -y lo que es peor: por qué seguimos haciéndolas.
Estas obras echan luz sobre las pasiones y debilidades que condicionan a sus protagonistas, determinando por añadidura un proceso histórico. Lo que importa de, por ejemplo, Julius Caesar, no es su fidelidad a los hechos, sino la profundidad con que Shakespeare entiende el alma de los personajes expuestos a esas circunstancias: nadie diría que su Mark Anthony o su Brutus se corresponden con las personas reales, pero es innegable que estas contrapartes ficcionales tienen la estatura de la Verdad. Borges sugirió alguna vez que Shakespeare era todos y ninguno, y la frase se aplica perfectamente a sus personajes históricos: César, Antonio y Bruto parecen humanos, ¡más que humanos!, porque Shakespeare ‘fue’ en efecto cada uno de ellos a medida que iba concibiéndolos. Desde entonces, virtualmente nadie -ni dramaturgo ni escritor- se ha puesto la piel de sus propios personajes con hondura y autoridad semejantes.
Unas pocas palabras de Henry IV bastaron para recordarme que en materia humana -y en materia política, como parte esencial de lo humano- no hay nada nuevo bajo el sol. En su lecho de muerte, Henry, que durante las dos partes de la obra ha hablado de su intención de recuperar Jerusalén para el mundo cristiano, le sugiere a su hijo y heredero que no olvide esa empresa. Pero en el mismo pasaje hace algo más: le confiesa al príncipe Hal la verdadera intención de semejante movida bélica. Olvidemos por un instante el hecho de que, más allá de su excusa religiosa, conquistar Jerusalén era una jugada imperialista. Eso, en todo caso, era algo que tenía que ver con el frente externo del monarca inglés. Pero a Henry IV -al Henry shakespiriano, si quieren- lo que lo desvelaba más era su frente interno, la necesidad de neutralizar a todos aquellos que todavía seguían sospechando de su derecho al trono. Por eso le dice a Hal que el principal beneficio de esa guerra sería ‘to busy giddy minds / With foreign quarrels’. Esto es, ocupar las mentes febriles con batallas en el extranjero.
Si no fuese porque George Bush padre aún vive, podríamos cambiar los nombres y atribuirle la escena en que recomienda a su hijo, o sea W, la mejor manera de lidiar con su frente interno -que, dicho sea de paso, hasta el 11 de septiembre seguía cuestionando la forma non sancta en que accedió a la presidencia.
Shakespeare más que eterno: Shakespeare visionario.
Mañana la sigo.