Marcelo Figueras
¿Conocen Nashville? Yo nunca había visto el clásico de Robert Altman. Pero en estos días, cuando estoy adaptando para el cine la novela Las viudas de los jueves de Claudia Piñeyro, encontré la excusa perfecta: como ambos relatos son corales, en tanto lidian con gran cantidad de personajes…
Aunque estrenada en 1975, Nashville no ha envejecido nada. Como decía, es un relato coral que transcurre durante el festival de música country llamado Grand Ole Opry, en simultáneo con la campaña política de un candidato imaginario llamado Hal Philip Walker. Los discursos de Walker, propalados por altavoces durante todo el film, proponen una mirada crítica sobre los Estados Unidos. En la entrevista que acompaña a la película, Altman dice que le encargó el diseño de la campaña de Walker al actor y guionista Thomas Hal Philips -un nombre es la deformación del otro-, con la siguiente consigna: ‘Escribí la clase de discursos que querrías oír sinceramente de boca de un político’. Pero aunque su plataforma nos resulta atractiva, cuando vemos funcionar a uno de sus principales operadores (Triplette, protagonizado por Michael Murphy), comprendemos que Walker es tan sólo un político más: igualmente corrupto y corruptor que la mayoría de sus congéneres.
El vistazo que echa a las estrellas del country también es desolador. Las hay acomodaticias a la vez que reaccionarias (Haven Hamilton), mentalmente enajenadas (Barbara Jean) y egomaníacas hasta el solipsismo (Tom Frank). La gente que las rodea no es mucho mejor: ni el abogado de Hamilton, Delbert Reese, ni el marido y manager de Barbara Jean, ni los otros dos vértices del trío del que Tom Frank forma parte. Y ni hablar de aquellos que orbitan en torno de las estrellas, como Opal (Geraldine Chaplin), presunta periodista de la BBC en plena realización de un ‘documental’, L. A. Joan (Shelley Duvall), que se olvida de su tía moribunda para corretear detrás de cada pantalón que se le cruza, o Sueleen Gay (Gwen Welles), una camarera que sueña con ser estrella aunque no puede cantar ni el arrorró y termina haciendo un strip-tease en una de las escenas más desoladoras de una película que es desoladora en términos generales.
Había escuchado muchas veces esta acusación dirigida a Altman: que filma como un misántropo, esto es sin sentir la menor compasión por sus propias criaturas. Nunca la había creido cierta, hasta que vi Nashville. No hay un solo personaje que no sea miserable, o en su defecto patético. No voy a negarle a Altman que nuestra especie deja mucho que desear, pero prefiero pensar que hasta el más desgraciado de nosotros tiene en algún momento de su vida algún momento de gracia, o un gesto de compasión hacia otro.
En fin: aunque amarga como la hiel, Nashville sigue siendo una gran película. Y el mundo, para qué negarlo, tampoco ha mejorado nada desde entonces. Alguien debería recrearla hoy, sólo que olvidándose de la música country para dedicarse a la industria del pop, bastión de los sonidos más conservadores -y de las estrellas más reaccionarias- del presente.