Xavier Velasco
"Estoy completamente a favor de mantener las armas peligrosas más allá del alcance de los idiotas", aseguraba Frank Lloyd Wright, y en seguida proponía: "Empecemos por las máquinas de escribir." Por su parte, mi padre opina que si los idiotas volaran no veríamos la luz del sol. ¿Cómo puede uno estar seguro, al momento de sentarse a escribir, de que no hará el papel de idiota? De ninguna manera; esa es precisamente la gracia de intentarlo. Jugarse la autoestima en cada frase, temer que a la primera línea irregular se vendrá abajo todo el edificio. Un pavor que es directamente proporcional al número de líneas involucrado, que en el caso de una novela de talla mediana sumarían algo menos de diez mil. Más que un asunto de mero lenguaje, un problemón en términos de arquitectura narrativa. Ahora, si como bien decía Lloyd Wright el doctor entierra sus errores y el arquitecto sólo puede recomendar a sus clientes plantar enredaderas, el narrador vive aterrado de morir con la fama de idiota. O sin fama ninguna, que es todavía peor.
"Encárgate de los lujos, ya las necesidades se harán cargo de sí mismas", aconsejaba Le Corbusier. Y efectivamente, uno se lanza a poner los primeros ladrillos y ya está trabajando en los acabados, sin pensar demasiado en varillas, castillos, cimientos y planos. Es decir, sin pensar conscientemente, o también: pensando con la zona trasera del cerebro. Porque lo cierto es que esa angustia crece y estresa sin que uno se permita acreditarla, entre otras cosas porque no tiene tiempo ni paciencia para enfrentar las ñáñaras de temerse arquitecto fallido. Dedica uno tanto tiempo a los lujos que luego hasta dormido se preocupa por las necesidades. No pocas veces se despierta a media madrugada con alguna cuestión estructural resuelta, y ello es de gran consuelo para quien lleva meses construyendo un pent-house sin haber ni pensado en los cimientos.
"Buscamos cualquier modo de armonía entre dos intangibles: una forma que aún no hemos diseñado y un contexto que propiamente no podemos describir", decía Christopher Alexander. Afortunadamente, la arquitectura narrativa permite asumir varios de los retos eclécticos que al constructor de un edificio lo enviarían a la ruina o a la cárcel. Puede uno comenzar en cualquier piso, eventualmente los cimientos van creciendo hacia abajo como raíces, mientras que las varillas suelen aparecer de semana en semana, por obra de esa angustia que jamás se da tregua, pues carece de todo plano arquitectónico y duda todo el tiempo si lo que quiere hacer tiene acaso algún nexo con lo que está haciendo. Nada del otro mundo, claro está. Quienes saben de amor ya conocen de sobra esos insomnios.
Para Nietzsche, la arquitectura es "música congelada". Cuando uno se propone acometer sus primeros proyectos narrativos, cree ingenuamente que con mostrar un par de cuartillas a quien se deje conseguirá librarse del terror al derrumbe que suele acompañar durante todo el camino al sufrido y feliz constructor de ficciones. ¿Cómo explicar qué hacen exactamente todas esas cuartillas en una historia que no ha sido escrita, ni todavía lo bastante pensada para hacerse existir, y de la cual no existe representación gráfica alguna, como no sean los dibujos y mapas rudimentarios que uno se va inventando como puede, aunque sea para no terminar de perderse? El árbol genealógico que une a determinados personajes, el trazo de la distribución de cierta casa que hubo que inventar, y a partir de ahí un mapa de posibilidades. Para suerte de todos, la arquitectura narrativa no busca la comodidad de los residentes. Y es más, prefiere uno que estén incómodos. Esas cosas lubrican la rueda del destino.
No se enseña la arquitectura narrativa. Parecería que es el sentido común quien nos da sus lecciones principales, pero antes interviene el instinto animal; si bien no deja uno de preguntarse si de acuerdo al común de los mortales su edificio podría tener sentido. Frank Lloyd Wright, que se veía a sí mismo como un honesto arrogante, no quiso dejar dudar a este respecto: Nada hay menos común que el sentido común.